domingo, diciembre 24, 2006

Una celebración literaria de la Navidad: El cuento de Navidad de Auggie Wren, de Paul Auster

Para una excelente versión del cuento pueden ver la película Smoke, dirigida por Wayne Wang

"Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.


Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran iguales.
Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.


Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

- Sabía que vendrías, Robert - dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

- Está bien, abuela Ethel - dij e-.
He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto.
No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla.
Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.
Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.
De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.

- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.

- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

- Probablemente había muerto.

- Sí, probablemente.

- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido pensarlo.

- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.

- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

- La hiciste feliz.
Y además la cámara era robada.
No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

- Todo por el arte, ¿eh, Paul?

- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

- Sí - dije -.
Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.
Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

- Eres un as, Auggie - dije -.
Gracias por ayudarme.

- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

- Supongo que estoy en deuda contigo.

- No, no.
Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

- Excepto el almuerzo.

- Eso es.
Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta."

miércoles, diciembre 20, 2006

Una reflexión de George Miller, director de Happy feet, sobre el arte de contar historias

"Cuando cuentas una historia que quieres que tenga valor duradero, tiene que tener mensajes importantes [...] Amo escribir las historias, me entusiasma idear los relatos y me apasiona aún más saber por qué sentimos la necesidad de contarlos como seres humanos. Empieza con el instinto, anotas lo que imaginas, te separas y empiezas a analizarlo. Es muy complicado porque haces muchas cosas al mismo tiempo y la historia se reforma. Incluso, cuando filmas, la estás cambiando. La historia tiene que tocar muchos botones, tiene que haber más que lo que se ve. No puede ser superficial" (el nacional)

lunes, diciembre 18, 2006

Una reflexión de Israel Centeno sobre el papel de la violencia en la escritura en Venezuela

"Es imposible soslayar el tema, la diferencia radica en el tratamiento. Es una cuestión de estilo. Creo que un autor joven debe identificar su voz, no negarla. No puedes obviar ninguna situación así sea adversa. Siempre digo que el que no arriesga, no escribe. La literatura es una apuesta alta y los nuevos escritores tienen que ser conscientes de su oficio, de su tiempo histórico y la tradición. Deben arriesgarse a pensar y especular el futuro." (el nacional)

domingo, noviembre 26, 2006

Un comentario de John Banville sobre la pasión del escritor

"Nunca es fácil. Nada es fácil. Ninguno es fácil. Yo suelo pasarme hora tras hora en una oración o en un párrafo. Por eso detesto a todos mis libros por igual. Y los odio porque me resulta imposible leerlos. Los conozco tan íntimamente, soy tan consciente de todas y cada una de sus partes que, al repasarlos, lo único que veo es cómo mejorarlos un poco más. Escribir es para mí como intentar redactar un sueño. Nunca se lo hace del todo bien. Pero uno insiste. Y, de acuerdo, no es el tipo de literatura que le gusta a todo el mundo. Pero al menos es el tipo de libro que a mí me gusta escribir."

jueves, noviembre 23, 2006

Una reflexión de Adriano González León sobre el destino de lo que escribimos

"Todo creador tiene la soberana libertad de edificar sus andanzas con las obras. Ocurre también con su relación con los probables lectores. Se escribe, por supuesto, con la esperanza de que alguien recibirá el mensaje. Pero no importa cuándo. Eso depende de la soberana elección del escritor. Una vez girando en el espacio alguien la recibe, ese alguien pareciera convertirse en dueño. Corrige, selecciona y hasta borra por su cuenta. El escritor es víctima de su propia oferta. Los que reciben se consideran dueños y dicen que las cosas debieron ser así y asao...Luego, otros juicios más. En ocasiones tolerables y aceptables. Pero en la mayoría no se podían soportar." (el nacional)

domingo, noviembre 19, 2006

Un comentario de Ricardo Piglia sobre el héroe novelesco

"el héroe de la novela es siempre un intelectual, o alguien que, sin ser un intelectual, actúa como tal (se llama Ahab o Erdosain o Herzog) y persigue una obsesión y trata de darle un sentido a la experiencia." (clarín)

sábado, noviembre 18, 2006

Una reflexión de Ricardo Piglia sobre el desarrollo del escritor

"No me parece que un escritor sea mejor a medida que avanza. Pensamos que escribimos distinto y siempre escribimos del mismo modo, con los mismos errores y los mismos —escasos y sorpresivos— aciertos" (clarín)

miércoles, noviembre 08, 2006

Una imagen de la ficción: el mito de Pandora (1era parte)

"En la mitología griega, Pandora ("llena de virtudes") fue la primera mujer, hecha por Zeus como parte de un castigo a Prometeo por haber revelado a la humanidad el secreto del fuego.

Epimeteo era el responsable de dar rasgos positivos a todos y cada uno de los animales. Sin embargo, cuando llega el turno del hombre, no queda nada para darle. Prometeo, su hermano, sintiendo que el hombre era superior al resto de los animales, decidió entregarle un don que ningún otro animal poseyera. De este modo, Prometeo decidió robar el fuego a Zeus y dárselo al hombre.

Zeus enfureció y creó a Pandora, la que fue llenada de virtudes por diferentes dioses. Hefesto la moldeó de arcilla y le dio forma; Afrodita le dio belleza y Apolo le dio talento musical y el don de sanar. Hermes le dio entonces a Pandora una caja que nunca debía abrir, lo que la llenó de curiosidad.

Prometeo advirtió a Epimeteo de no aceptar ningún regalo de los dioses, pero Epimeteo no escuchó a su hermano y aceptó a Pandora, enamorándose de ella y finalmente tomándola como esposa.

Hasta entonces, la humanidad había vivido una vida totalmente armoniosa en el mundo. Epimeteo pidió a Pandora que nunca abriese la caja de Zeus, pero un día, la curiosidad de Pandora pudo finalmente con ella y abrió la caja, liberando a todas las desgracias humanas (la vejez, la enfermedad, la fatiga, la locura, el vicio, la pasión, la plaga, la tristeza, la pobreza, el crimen, etcétera). Pandora cerró la caja justo antes de que la Esperanza también saliera, junto con todo lo que quedaba dentro, y el mundo vivió una época de desolación hasta que Pandora volvió a abrir la caja para liberar también a la Esperanza.

Y corrió hacia los hombres a decirles que no estaba todo perdido que aún les quedaba la esperanza. La hija de Epimeteo y Pandora, Pirra y su esposo Deucalión, hijo de Prometeo, fueron las dos únicas personas que sobrevivieron al diluvio que Zeus mandó sobre la humanidad para destruirla, en la versión griega del diluvio universal." (tomado de Wikipedia)

sábado, noviembre 04, 2006

Una reflexión de Jorge Luis Borges sobre la memoria

"Somos nuestra memoria. Somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos."

miércoles, noviembre 01, 2006

Una reflexión de Antonio Skármeta sobre la pedantería literaria

"Lo más terrible que hay en la vida es la pedantería. Ella es el parásito de la literatura y termina matándola. La literatura es explosión, alegría, intensidad y aventura" (el nacional)

sábado, octubre 28, 2006

Una reflexión de Juan José Millás sobre la aproximación del escritor a su arte

"en efecto, existen dos tipos de literatura: la legítima y la bastarda. La del que escribe sintiéndose legítimo y la de aquel que lo hace sintiéndose bastardo. ¿Cuál es la más interesante? ¡Pues la del bastardo!, él es que el que pone en duda la realidad y esa, precisamente ésa, es la obligación del escritor. Y en ese aspecto Julio es el bastardo arquetípico: todo lo pone en cuestión." (el nacional)

martes, octubre 24, 2006

Mario Vargas llosa sobre la vocación literaria

"La literatura es una pasión y la pasión es excluyente. No se comparte, exige todos los sacrificios y no consiente ninguno."

La verdad de las mentiras

domingo, octubre 22, 2006

Mario Vargas Llosa sobre la pasión literaria de Hemingway

"La pasión de escribir es indispensable, pero sólo un punto de partida. No sirve de nada sin esa good and severe discipline (...) La bohemia, en efecto, puede ser una experiencia útil (pero no más ni menos que cualquier otra) a condición de ser un jinete avezado que no deja que se desboque su potro (...) En todo caso, hay algo evidente: la bohemia puede servir a la literatura sólo cuando es un pretexto para escribir; si ocurre a la inversa (es lo frecuente), la bohemia mata al escritor."

La verdad de las mentiras

miércoles, octubre 18, 2006

Una definición de novela según Henry James

"La novela en su definición más amplia no es sino una impresión personal y directa de la vida"

domingo, octubre 15, 2006

Una reflexión de Sergio Pitol sobre el lenguaje

"Para un escritor el lenguaje lo es todo. Aun la forma, la estructura, todos los componentes de un relato, trama, personajes, tonos, gestualidad, revelación o profecía, son producto del lenguaje. Será siempre el lenguaje quien anuncie los caminos a seguir. Robert Graves decía que la obligación primordial del escritor consiste en trabajar, sin concederse tregua, en, desde, con y sobre la palabra."

El Mago de Viena

viernes, octubre 13, 2006

Una reflexión de Mario Vargas Llosa sobre la naturaleza de la ficción

"La ficción no reproduce la vida; la niega, oponiéndole una superchería que finge suplantarla. Pero también, de una manera siempre difícil de establecer, la completa, añadiéndole a la experiencia humana algo que los hombres no encuentran en sus vidas reales, sólo en aquellas, imaginarias, que viven vicariamente, gracias a la ficción."

La verdad de las mentiras

jueves, octubre 12, 2006

Una reflexión sobre imaginación y novela de Milan Kundera

"La novela es el lugar en el cual la imaginación puede explotar como en un sueño y puede liberarse del imperativo aparentemente ineluctable de la verosimilitud."

El arte de la novela

martes, octubre 10, 2006

Un comentario de Milan Kundera acerca del territorio de la novela

"La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz"

El arte de la novela

domingo, octubre 08, 2006

Una reflexión de Graham Greene sobre la novela

"En la medida en que la novela está basada en la experiencia del autor, lo que el novelista ofrece a su público es una confesión. Lo cual sitúa al público en la posición del sacerdote o del psicoanalista."
Graham Greene, Orient Express

sábado, octubre 07, 2006

Una reflexión sobre la razón de ser de la novela

"Descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela (...) El conocimiento es la única moral de la novela."

Milan Kundera, El arte de la novela

viernes, octubre 06, 2006

Un comentario de Sergio Pitol acerca de la novela

"La novela es un género que acepta todo. En el Quijote hay discursos de diversas clases. Uno, el de Las letras y las armas, otro, las lecciones del Quijote a Sancho Panza antes de salir a gobernar la ínsula Barataria son de teoría del Estado, y también el discurso a los cabreros sobre un mundo desaparecido de felicidad, arrasado por los intereses mezquinos del poder y del dinero, es una versión de La Ciudad del Sol, de Campanella, la utopía más importante del Renacimiento. En el siglo XX, La montaña mágica y, sobre todo, el Doctor Fausto, de Thomas Mann, y Los sonámbulos, de Hermann Broch, son novelas prodigiosas en las que el ensayo interviene en su estructura de forma espectacular." (el país)

jueves, octubre 05, 2006

Una reflexión de Mario Vargas Llosa sobre la esencia de la ficción

"La fantasía de la que estamos dotados es un don demoníaco. Está continuamente abriendo un abismo entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre lo que tenemos y lo que deseamos.

Pero la imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos."

La verdad de las mentiras

miércoles, octubre 04, 2006

Una definición de novela según Milan Kundera

"La gran forma de la prosa en la que el autor, mediante egos experimentales (personajes), examina hasta el límite algunos de los grandes temas de la existencia"

El arte de la novela

martes, octubre 03, 2006

Manifiesto del Movimiento Crack Mexicano (primera parte)

I. LA FERIA DEL CRACK (UNA GUÍA)
MIGUEL ÁNGEL PALOU


Las palabras más certeras sobre los retos que se le plantean a las novelas del Crack las iba a pronunciar, creo, Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio. En esas páginas, Calvino proponía una reflexión necesaria hoy, cuando la literatura y, sobre todo, la narrativa ven desplazado a su lector potencial por las tecnologías del entretenimiento: los juegos de vídeo, los medios masivos y, recientemente, para quien pueda solventarlos, los juegos de realidad virtual en los cuales ­oh, paradojas el desarrollo­ un individuo provisto de un modernísimo casco y un anatómico guante puede ver, oír e incluso palpar las aventuras que un disco compacto le proporcione.

¿Cómo podrá competir, entonces, el narrador con sus escasos medios para granjearse a los lectores perdidos en ese vasto mundo de pocas tinieblas? Calvino, adelantándose, supo la respuesta: usando las más añejas armas del oficio ­digan lo que digan sobre la prostitución­ más viejo del mundo:

La levedad. Calvino ponderaba esta virtud de la literatura, pensando que obras como Romeo y Julieta, el Decamerón o el propio Quijote construían su poderosa maquinaria narrativa en función de una extraña ligereza. O mejor: de una aparente sencillez. Era más fácil manejar un terrible mensaje moral mediante este recurso. La aguda mirada, la ácida crítica social, se encuentran supeditadas a un ligero y fresco humor no exento también del más terrible de los sarcasmos. Decía Chesterton que el humor en literatura debe producir hilaridad, pero congelando la sonrisa en una mueca reflexiva que detenga el tiempo y desentierre el espejo.

Primer territorio de la feria del Crack que con ustedes hemos visitado: El Palacio de la Risa.

La rapidez. Los teóricos de la comunicación saben desde hace tiempo que a la implosión de los información va aparejada la deflación del sentido. La guerra del Pérsico, la primera vía satélite, nos ilustró sobre esto; en realidad no supimos nada, aunque creíamos verlo y conocerlo todo. Sin embargo, no podemos negar que lo primero que asombra es la frialdad aterradora. Si poco después de principios de siglo el mundo se cimbró, y el verbo es gráfico, con el hundimiento del Titánic, hoy las tragedias de la guerra de Sarajevo ni impactan ni conmueven: informan.

Segundo territorio visitado: La Montaña Rusa.

La multiplicidad. El Quijote es quizá la obra múltiple por excelencia en la historia de la literatura. Gargantúa le pisa los talones y el Tristam Shandy le lleva la maleta. Hoy, es ocioso apuntarlo, la propia realidad se nos arroja múltiple, se nos revela multifacética, eterna. Se necesitan libros en los cuales un mundo total se abra ante el lector, y lo atrape. en nuestros anterior apartado usábamos este mismo verbo, pero aquí la estrategia es distinta. No es de vértigo, sino de superposición de mundos de lo ue se trata. Usar todo el potencial metafórico del texto literario para decirnos nuevamente: "Aquí están ustedes, encuéntrense".

Tercer territorio recorrido en la feria del Crack: La Casa de los Espejos.

La visibilidad. Virtud última de la prosa, su textura cristalina. El propio Flaubert lo veía así: "Qué perro asunto es la prosa! Nunca acaba uno de corregir. Un buen fragmento de prosa debe de ser igualmente rítmico y sonoro que un buen verso". No ocioso formalismo, sino búsqueda de la intensidad de la forma, uso a fondo de las virtudes magníficas del idioma castellano y de sus múltiples sentidos.

Cuarto puesto de la feria: La Bola de Cristal.

La exactitud. Calvino nos prevenía sutilmente que aisláramos los valores de los que hemos estado hablando. Y es con este último apartado que podemos ilustrar cómo no hay exactitud sin precisión, cómo no existe velocidad sin precisión y exactitud, y cómo es imposible la levedad sin el vértigo, la transparencia y la rapidez. Exacto es todo buen texto de prosa. Más aún, equilibrado. La añeja preocupación del fondo y la forma es gratuita cuando una obra literaria busca con devoción la exactitud. Lo sabía Conan doyle, para quien el efecto lo era todo. Para lograrlo, hay que recurrir a todo lo demás. Pero quizá la mayor enseñanza de esta propuesta de Calvino sea la de hacernos comprender que no es posible la exactitud de la obra literaria si ésta no se da naturalmente, conseguida sin esfuerzo. Picasso dixit: "La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando". ¿Qué queremos decir? Agilidad, poder de descripción (y describir es observar con la intención de hacer las cosas interesantes, como quería Flaubert, pero también seleccionar esas pequeñas grandes cosas, que no sólo forman parte de la vida, sino que son la vida) y ese ingrediente que permite al lector continuar sin descanso la lectura y aumentar su curiosidad. Ahí se revela la importancia que debe conceder el narrador de fin de siglo a la exactitud que implica poner la palabra precisa en el momento adecuado.

Y con esto damos término al penúltimo lugar visitado: El Tiro al Blanco.

La consistencia. Italo Calvino planeaba escribir este apartado basándose sólo en el análisis de uno de los textos más hermosos de Melville, Bartelby, el escribiente. Este extraño personaje, empleado de una notaría, se niega poco a poco a participar de la existencia, repitiendo la frase "prefería no hacerlo". Al final del relato, Bartelby es encerrado y muere repitiendo la sentencia, negándose incluso a comer.

Consistente con su proyecto de vida y con su futuro, la novela del Crack se antoja como renovación desde el tradicional último espacio a visitar: recorrer nuevamente, y con la misma voluntad de naufragio, la feria del Crack, mostrada en el siguiente tetrálogo.

1. Las novelas del Crack no son textos pequeños, comestibles. Son, más bien, el churrasco de las carnes: que otros escriban los bistecs y las albóndigas. A la ligereza de lo desechable y de lo efímero, las novelas del Crack oponen la multiplicidad de las voces y la creación de mundos autónomos, empresa nada pacata. Primer mandamiento: "Amarás a Proust sobre todos los otros".

2. Las novelas del Crack no nacen de la certeza, madre de todos los aniquilamientos creativos, sino de la duda, hermana mayor del conocimiento. No hay, por ende, un tipo de novela del Crack, sino muchos; no hay un profeta, sino muchos. Cada novelista descubre su propio pedigrí y lo muestra con orgullo. De padres y abuelos campeones, las novelas del Crack apuestan por todos los riesgos. Su arte es, más que el de lo completo, el de lo incumplido. Segundo mandamiento: "No desearás la novela de tu prójimo".

3. Las novelas del Crack no tienen edad. No son novelas de formación, y rehúyen la frase de Pellicer: "Tengo años y creo que el mundo nació conmigo". No son, por ende, las primeras novelas de sus autores donde las tentaciones de la autobiografía, del primer amor y del ajuste de cuentas familiar pesan por sobre todas las cosas. Si la posesión más preciada del novelista es la libertad de imaginar, estas novelas exacerban el hecho buscando el continuo desdoblamiento de sus narradores. Nada más fácil para un escritor que escribir sobre sí mismo; nada más aburrido que la vida de un escritor. Tercer mandamiento: "Honrarás la esquizofrenia y escucharás otras voces; déjalas hablar en tus páginas."

4. Las novelas del Crack no son novelas optimistas, rosas, amables; saben, con Joseph Conrad, que ser esperanzado en sentido artístico no implica necesariamente creer en la bondad del mundo. O buscan un mundo mejor, aunque sepan que tal vez, en algún lugar que no conoceremos, tal ficción pueda ocurrir. Las novelas del Crack no están escritas en ese nuevo esperanto que es el idioma estandarizado por la televisión. Fiesta del lenguaje y, por qué no, de un nuevo barroquismo: ya de la sintaxis, ya del léxico, ya del juego morfológico. Cuarto mandamiento: "No participarás en un grupo en que te acepten a ti como miembro

lunes, octubre 02, 2006

Un artículo sobre el futuro del libro de papel: El fin de la autoría, de John Updike

Libreros, ustedes son la sal del mundo de los libros. Ustedes están en la línea del frente, en la que, mientras el autor se encoge en su fumadero de opio, ustedes se topan -o "interactúan", como decimos ahora- con los singulares y misteriosos estadounidenses que están dispuestos a soltar 20 euros por un libro. Las librerías son fuertes solitarios, que arrojan luz sobre la acera. Civilizan sus barrios. Con mi madre solía visitar las dos tiendas del centro de Reading, Pensilvania, una ciudad que por aquel entonces tenía 100.000 habitantes, y todavía recuerdo su nombre y ubicación: Book Mart, en la Calle Sexta con Court, y Berkshire News, en la Calle Quinta, frente a la parada del tranvía que nos llevaba a nuestra casa de Shillington.

Cuando me fui a la universidad, quedé maravillado por la abundancia de librerías que había alrededor de Harvard Square. Además de Coop y varios establecimientos en los que estudiantes pobres como yo podían comprar volúmenes andrajosos contaminados por subrayados y notas al margen ajenos, había librerías que abastecían a la burguesía, el profesorado, y los estudiantes de élite a los que les sobraba dinero y tiempo para leer. The Grolier, especializada en poesía moderna, ocupaba un lugar selecto en Plympton Street, y al otro lado, en Bolyston, estaba Mandrake, un santuario más espacioso de libros de carácter inusual, diáfano y modernista. En Mandrake -presidida por un hombre de poca estatura y voz queda, con el pelo canoso peinado hacia atrás- había libros ingleses, Faber & Faber y Victor Gollancz, obras con sobrecubiertas puramente tipográficas, tapas duras cubiertas con telas que se deformaban por la humedad de su travesía transatlántica, libros de arte, demasiado lustrosos y caros incluso para mirar, y por supuesto libros de New Directions, con un formato modesto y unos deliciosos contenidos todavía por leer.

Después de Harvard, estuve un año en Oxford, y hojeaba durante aturdidas horas el laberíntico tesoro de Blackwell's, situada en la calle Broad: estanterías de Everyman's y Oxford Classics, y las obras completas de Santo Tomás de Aquino, ¡con cubiertas de papel azul celeste, y en latín e inglés! Luego llegué a Nueva York, cuando la Quinta Avenida todavía parecía estar bordeada de librerías: la señorial Scribner's, con la escalera central y la carpintería metálica de sus balcones, decorada con volutas, y Doubleday's, a unas cuantas manzanas de allí, con una escalinata en espiral que se veía a través del cristal blindado.

Ahora vivo en una esquina que recuerda a un pueblo en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra en la que hay -¡qué maravilla!- una librería independiente, una de las pocas que sobreviven en el largo tramo de costa que une Marblehead y Newburyport. Pero, al parecer, vivo engañado. El pasado mayo, The New York Times Magazine publicaba un extenso artículo que predecía alegremente el fin del librero y, de hecho, el del escritor. Escrito por Kevin Kelly, identificado como el "inconformista inveterado" de la revista Wired, el artículo describe una gloriosa digitalización de todo el saber escrito. Según Kelly, el plan que anunciaba Google en diciembre de 2004 de escanear el contenido de cinco importantes bibliotecas de investigación e incluir una opción de búsqueda ha resucitado el sueño de la biblioteca universal. "El explosivo avance de la red, que ha pasado de la nada al todo en una década", escribe, "nos ha animado a volver a creer en lo imposible. ¿Puede que la tan anunciada gran biblioteca de todo el saber realmente esté a nuestro alcance?".

A diferencia de las bibliotecas

de antaño, prosigue Kelly, "ésta sería verdaderamente democrática, y ofrecería cualquier libro a cualquier persona". La naturaleza anárquica de la verdadera democracia va surgiendo poco a poco. "Una vez digitalizados, los libros pueden desenmarañarse en una sola página, o reducirse todavía más, en fragmentos de una página", escribe Kelly. "Estos fragmentos se mezclarán de nuevo en libros reordenados y estanterías virtuales. Al igual que los oyentes ahora hacen malabarismos y reordenan canciones para concebir nuevos álbumes (o selecciones, como se denominan en iTunes), la biblioteca universal alentará la creación de estanterías virtuales, una colección de textos, algunos de tan sólo un párrafo, y otros con la extensión de un libro entero, que formarán una estantería de biblioteca con información especializada. Y, como ocurre con las selecciones musicales, una vez creadas estas estanterías se editarán e intercambiarán en espacios públicos comunes. De hecho, algunos autores empezarán a escribir libros para que se lean como fragmentos, o para que se remezclen en forma de páginas".

Las repercusiones de este paraíso de fragmentos que fluyen en libertad se abordan con una engañosa improvisación, como algo que cae por su propio peso, una cuestión de afloramiento marxista inexorable. Cuando el modelo económico actual desaparezca, escribe Kelly, la "base de la riqueza" pasará a "las relaciones, los vínculos, la conexión y el compartir". En lugar de vender copias de sus trabajos, escritores y artistas podrán ganarse la vida vendiendo "actuaciones, acceso al creador, personalización, información complementaria, falta de atención (mediante anuncios), patrocinio o suscripciones periódicas; en resumen, todos los pródigos valores que no se pueden copiar. La copia barata se convierte en la 'herramienta de descubrimiento' que comercializa estos otros valores intangibles".

A medida que leo, esto me pa

rece un escenario bastante espeluznante. "Actuaciones, acceso al creador, personalización"; sea lo que sea eso, ¿no nos devuelve a las sociedades anteriores a la alfabetización, donde sólo la persona presente y viva puede causar impresión y ofrecer, por así decirlo, valor? ¿Acaso los escritores no han imaginado, desde los inicios de la revolución de Gutenberg, que en sus textos escritos e impresos ya estaban dando un "acceso al creador" más directo, más proporcionado y más cargado de valor estético e informativo que una conversación no meditada o pulida? ¿La revolución electrónica nos ha llevado tan lejos en el sendero de la celebridad como bien supremo que las obras de un autor, ya sea un volumen o cincuenta, le sirven principalmente como billete hacia la tarima de la conferencia o, ya que incluso eso resulta un tanto jerárquico y distante, una serie de orgías individuales de acceso personal?

En mis primeros 15 o 20 años de autoría, casi nunca se me pidió que diera un discurso o concediera una entrevista. Se suponía que la obra escrita hablaba por sí misma y se vendía sola, a veces sin tan siquiera la fotografía del autor en la solapa posterior. A medida que al autor se le retira paulatinamente de sus viejas responsabilidades de confrontación y provocación indirectas, ha aumentado su importancia como una especie de anuncio andante y parlante del libro, tal vez una tarea mucho más agradable y halagadora que crear el libro en soledad. Los autores, si es que comprendo las tendencias actuales, pronto serán como madres suplentes, úteros de alquiler en los que una semilla implantada por poderosos asesores podrá madurar y, nueve meses después, ser lanzada entre berridos al mercado.

¿Al imaginar un enorme flujo de palabras prácticamente infinito al que se accederá mediante motores de búsqueda y poblado por ingentes y promiscuos fragmentos de palabras carentes de autoría atribuida, no estamos privando a la palabra escrita de su anticuada función de comunicación entre personas mediante invenciones como el alfabeto y la prensa escritos, o, en resumidas cuentas, de responsabilidad e intimidad? Sí, hay toneladas de información en Internet, pero buena parte de ella es atrozmente imprecisa y juvenil, y no está editada ni atribuida. Las maravillas electrónicas que abundan a nuestro alrededor sirven, sorprendentemente, para inflamar el aspecto humano más informal y falto de sentido crítico que tenemos; nuestras pantallas de ordenador nos miran con una especie de gigantesco e instantáneo "¡caramba!", que desarma por su modestia e inquieta por su timidez.

El libro impreso, encuaderna

do y pagado era -y de momento sigue siendo- más riguroso y exigente con su creador y el consumidor. Es un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar, a discutir, a coincidir en un nivel de reflexión que va más allá del encuentro personal, con sus convenciones meramente sociales, su compasivo relleno de tonterías y perdón mutuo. Los lectores y escritores de libros se están acercando a la condición de renegados, hoscos ermitaños que se niegan a salir a jugar bajo el sol electrónico de la aldea posGutenberg. "Cuando se digitalicen los libros", promete amenazadoramente Kelly, "la lectura se convertirá en una actividad comunitaria... La biblioteca universal se convertirá en un único texto extremadamente largo: el único libro del mundo".

Los libros normalmente tienen lomos: algunos rugosos, otros lisos, y unos cuantos, al menos en mi extravagante editorial, incluso están manchados por encima. En el hormiguero electrónico, ¿dónde están los lomos? La revolución de los libros, que desde el Renacimiento en adelante enseñó a hombres y mujeres a valorar y cultivar su individualidad, amenaza con acabar en una centelleante nube de fragmentos.

Así pues, libreros, defiendan sus fuertes solitarios. Que no se aneguen sus lomos. Sus lomos son nuestra prerrogativa. Para algunos de nosotros, los libros son intrínsecos a nuestro sentido de la identidad personal.

domingo, octubre 01, 2006

Un comentario de Graham Greene sobre el carácter del novelista

"Los poetas son todos individualistas. Un poeta se viste como se le antoja porque sólo depende de sí mismo. En cambio, un novelista depende de los demás. Es un hombre corriente, un hombre-tipo dotado de la facultad de expresarse. En una palabra, un espía. Debe verlo todo y pasar inadvertido. Si la gente le reconociera se callarían, fingirían delante de él, y el novelista no podría descubrir nada."

sábado, septiembre 30, 2006

Un comentario de David Chase, creador de "Los Sopranos", acerca del éxito de la serie

"Estos personajes son como cualquiera, ven televisión, ¿se han fijado que casi ningún personaje de la televisión mira televisión? Bueno, ellos sí; además, se preocupan del dinero y hablan como la gente lo hace en Nueva York o Nueva Jersey. El gran público no responde a las historias del cine ruso, las guerras entre pandillas chinas, cosas de narcotráfico entre afroamericanos. Cada uno comete violencia. Cada uno maldice. Cualquier criminal hará esto y tendrá muchachas chicas en topless bailando alrededor. Entonces, ¿qué tienen las historias italianas que hay tanta gente interesada en ellas?" (el nacional)

Una poética del cuento según Oscar Marcano

"Para mí el cuento es un acto de puntería. En el cuento se dispone de una pistola con una sola bala. Si yerras, se pierde todo el esfuerzo. Y no hay reposición. Ni rewind, ni control zeta. A diferencia de la novela, en el cuento no hay parque, municiones para gastar, por lo que tienes que emplear lo poco que tienes de la manera más eficaz (eficacia en el sentido del areté griego, como en la guerra). No hay manera de desvariar, no hay manera de arborizarse. A la novela, en cambio, la veo como a una catedral. Es un universo casi infinito en el cual tienes que desarrollar fundaciones, arbotantes, columnas, naves, arcos, cúpulas, vitrales, capiteles, en fin, hasta gárgolas. Es una tarea epopéyica. El cuento es estrictamente lo contrario. Con dos trazos tienes que pergeñar una historia que tiene que estar imbuida de un discurso y tienes que producir un efecto." (ficción breve venezolana)

viernes, septiembre 29, 2006

Un alegato de Antonio Tabucchi y Sergio Pitol sobre la vigencia de la novela

""Mientras más huele a podrido en Dinamarca --y hoy Dinamarca parece ser buena parte del Universo-más indispensable se vuelve la novela". Si Pitol afirmaba algo así en 1994, nosotros podemos afirmar, sin temor a ser desmentidos, que hoy, 12 años más tarde, el olor a podrido se ha intensificado notablemente. Y la necesidad de la novela se siente mucho más aún, como si la novela fuera directamente proporcional a la podredumbre.

¿Por qué? Por la sencilla razón de que este mundo está dominado por la noticia, y la noticia no es suficiente para explicar la complejidad del mundo. Por lo demás, ¿qué es la noticia? ¿Qué significa decir que en Irak han muer to hasta ahora 50.000 personas? ¿Es que la contabilidad de las víctimas de la guerra nos hace captar la esencia de la guerra? ¿La explica? ¿La entiende? ¿Permite entenderla? Y las crónicas de la época napoleónica, pongamos por caso, ¿es que nos explican acaso el "napoleonismo"? Cito al Pitol de "Viajar y escribir" (1993), en El arte de la fuga: "¿Que hazaña de Napoleón podría compararse en esplendor o en permanencia con La guerra y la paz, los Episodios Nacionales, La Cartuja de Parma o Los desastres de la guerra, obras que paradójica mente surgieron de la existencia misma de esas hazañas?"."

(el nacional)

jueves, septiembre 28, 2006

Un comentario de Milan Kundera acerca de la meditación en la novela

"Fuera de la novela, nos encontramos en el terreno de las afirmaciones: todos están seguros de lo que dicen: el político, el filósofo, el portero. En el terreno de la novela, no se afirma: es el terreno del juego y de la hipótesis. La meditación novelesca es pues, esencialmente, interrogativa, hipotética."

Milan Kundera, El arte de la novela

Un comentario de Rafael López Pedraza sobre las emociones

"O sentimos emociones, o vivimos como un palo de escoba. Debemos ver y respetar la naturaleza humana. Hay grandes niveles irracionales e instintivos en cada ser que son difíciles de aceptar." (el nacional)

miércoles, septiembre 27, 2006

La mentira de las verdades, un artículo de Mario Vargas Llosa

LA biografía oficial del ex presidente Reagan, Dutch. A Memoir of Ronald Reagan, escrita por Edmund Morris y recién publicada en los Estados Unidos, provoca en estos días una efervescente polémica -donde voy, aquí en Washington DC, es el eje de todas las conversaciones- que cualquier crítico literario más o menos atinado zanjaría en un minuto. Pero como quienes polemizan son comentaristas políticos, o políticos profesionales, la controversia no terminará nunca y dejará flotando un aura entre ominosa y confusa sobre uno de los libros más esperados de los últimos años.

Nacido en Kenya en 1940 y venido a los Estados Unidos en 1968, Edmund Morris ganó el prestigioso Premio Pulitzer y el American Book Award en 1980 con su libro sobre The rise of Theodore Roosevelt, que fue unánimemente elogiado como un modelo de biografía, por su escrupulosa documentación, su fidelidad histórica y lo animado de su relato. Por eso fue elegido en 1985, entre una miríada de historiadores y publicistas, para escribir la biografía de Reagan. El Presidente le abrió sus archivos y su correspondencia, se sometió una vez por semana a sus interrogatorios en la Casa Blanca, le permitió acompañarlo en numerosos viajes al extranjero y asistir a muchas sesiones de trabajo en el Oval Office (con exclusión de las concernientes a la seguridad nacional). Nancy, la esposa de Reagan, y sus parientes, así como todos los colaboradores directos le facilitaron, también, entrevistas y testimonios. La editorial Random House pagó a Morris tres millones de dólares como anticipo por el libro que acaba de aparecer.

Los catorce años que le ha tomado escribirlo fueron de intenso trabajo, pero, también, de dudas, angustias y frustraciones. Pese a la riqueza del material, a los seis años de tarea, Morris confesó, en un simposio, que su personaje era "el hombre más misterioso que jamás he conocido. Es imposible entenderlo". En esto, no hacía más que confirmar lo que han dicho casi todos los periodistas e historiadores que lo trataron o escribieron sobre él: que, detrás de la risueña cortesía y las anécdotas con que toreaba sus preguntas, Ronald Reagan siempre los dejó con la desmoralizadora sensación de no haberse enterado de nada verdaderamente importante sobre la intimidad de su interlocutor. Morris había centrado su investigación en torno a esta pregunta crucial: "¿Cuánto sabía Dutch (el apodo de juventud de Reagan) de lo que hacía?". Incapaz de averiguarlo, pese a toda la masa de datos acumulada, en 1994, el año en que, luego de despedirse de sus conciudadanos con una carta pública en la que revelaba el avance del Alzheimer, el ex Presidente se convertía en un muerto en vida, Morris cayó en una profunda depresión. Durante muchos meses padeció un bloqueo psicológico, que lo incapacitó para escribir una línea.

Superó esta crisis -dice- cuando encontró una fórmula para romper aquella frontera que lo mantenía a distancia de su personaje, y poder acercarse a él, e incluso entrar en su vida afectiva y psicológica, una receta o método que consultó con sus editores, y que éstos, luego de algunas reticencias, terminaron por aceptar. ¿En qué consistía? En introducir, en esta biografía, dos o tres personajes ficticios -el propio Edmund Morris, entre ellos-, supuestos compañeros, amigos, contemporáneos o próximos a Reagan, que, dando un testimonio directo y personal de hechos absolutamente fidedignos relativos a la vida privada o pública del ex Presidente, romperían la frialdad e impersonalidad del dato escueto, y lo impregnarían de calor humano, de la palpitante autenticidad de lo vivido.

En el curso de la polémica en torno a si esta manera de proceder, la de prestarse los recursos de la ficción en una biografía, es legítima o intolerable en un ensayo histórico, Morris ha insistido, enfáticamente, que en su libro no hay un solo episodio, por nimio y transeúnte que parezca, que no sea verídico, y verificado por él hasta la saciedad, como atestigua su voluminosa bibliografía. De lo cual, concluye, se desprende que el principio básico de toda investigación emprendida por un historiador, la estricta fidelidad de su relato a lo ocurrido y comprobado, ha sido respetada por él. A su juicio, la introducción de narradores ficticios en su libro no altera la verdad histórica, sólo la colorea y humaniza.

Edmund Morris sabe mucho de historia, pero, me temo, no sabe gran cosa de literatura, dos disciplinas o quehaceres que aunque a veces se parezcan mucho, son esencialmente diferentes, como la mentira y la verdad. La historia cuenta (o debería siempre contar) verdades, y la ficción es siempre una mentira (sólo puede ser eso), aunque, a veces, algunos ficcionistas -novelistas, cuentistas, dramaturgos- hagan esfuerzos desesperados por convencer a sus lectores de que que aquello que inventan es verdad ("la vida misma"). La palabra `mentira' tiene una carga negativa tan grande que muchos escritores se resisten a admitirla y a aceptar que ella define su trabajo. Sin embargo, no hay manera más justa y cabal de explicar la ficción que diciendo de ella que no es lo que finge ser -la vida-, sino un simulacro, un espejismo, una suplantación, una impostura, que, eso sí, si logra embaucarnos y nos hace creer que es aquello que no es, acaba por iluminarnos extraordinariamente la vida verdadera. En la ficción, la mentira deja de serlo, porque es explícita y desembozada, se muestra como tal desde la primera hasta la última línea. Ésa es su verdad: el ser mentira. Una mentira de índole particular, desde luego, necesaria para todos aquellos seres a los que la vida tal como es y como la viven no les basta, porque su fantasía y sus deseos les piden más o algo distinto, y, como no pueden obtenerlo de veras, lo obtienen de mentiras, gracias a ese delicado y astuto subterfugio: la ficción. Es decir, la vida que no es, la vida que no fue, la vida que, por no serlo y por quererla, la inventamos, y la vivimos y gozamos en ese sueño lúcido en que nos sume el hechizo de la buena lectura.

Las técnicas con que se construye una ficción están, todas, encaminadas a realizar esa operación que es un motivo recurrente de los cuentos de Borges: contrabandear lo inventado por la imaginación en la realidad objetiva, trastrocar la mentira en verdad. Y los recursos primordiales de toda ficción, para que ésta simule vivir por cuenta propia y nos persuada de su `verdad', son el narrador y el tiempo, dos invenciones o creaciones que constituyen algo así como el alma de toda ficción. El narrador es siempre un personaje inventado, sea un narrador omnisciente que emula a Dios y está en todas partes y lo sabe todo, o sea un narrador implicado en la acción, y, por lo tanto, de una perspectiva limitada por su experiencia a la hora de dar un testimonio. En todo caso, del narrador –de sus movimientos en el espacio, el tiempo y los planos de la realidad– depende todo en una ficción: la coherencia o la incoherencia del relato, su autonomía o dependencia del mundo real, y, sobre todo, la impresión de libertad y autenticidad que transmiten los personajes o su incapacidad para engañarnos como tales y aparecer como meros muñecos sin libre albedrío, a los que mueven los hilos de un titiritero y hace hablar un mismo ventrílocuo.

El narrador no es separable de la ficción, es su esencia, la mentira central de ese vasto repertorio de mentiras, el principal personaje de todas las historias creadas por la fantasía humana, aunque en muchas de ellas se oculte y, como un espía o un ladrón, actúe sin dar la cara, desde la sombra. Inventar un narrador es inevitablemente mentir, aunque en su boca sólo se pongan verdades, porque las verdades históricas –los hechos fehacientes y concretos– se viven, no se cuentan, no tienen narradores, existen independientes de las versiones que sobre ellos puedan rivalizar, en tanto que los hechos de las ficciones sólo existen en función y de la manera que determina quien los cuenta. Por eso, el narrador es el eje, la columna vertebral, el alfa y el omega de toda ficción. Inventar un narrador -una mentira- para contar las verdades biográficas, como ha hecho Edmund Morris en su biografía, es contaminar todos esos datos tan laboriosamente recolectados en sus catorce años de esfuerzos, de irrealidad y fantasía, y hacer gravitar sobre ellos la sospecha (infamante, tratándose de un libro de historia) de la adulteración. Inventar un narrador es, por otra parte, desnaturalizar sutilmente la razón de ser de una biografía, que se supone debe estar centrada sobre la vida y milagros del biografiado. Porque el narrador –los narradores– pasan a ser los personajes centrales de la historia, como ocurre siempre en las ficciones: esa egolatría está prohibida a los historiadores esclavos de las verdades de lo sucedido, es privilegio de los propagadores de mentiras, de los irresponsables narradores de irrealidades (que, a veces, parecen muy realistas). "Soy el escritor más vilipendiado del mundo", le oí decir la otra noche al vapuleado autor de la primera biografía oficial de Ronald Reagan. "¿Qué les he hecho para que me maltraten así?". Les ha dado usted gato por liebre a sus lectores, amigo Edmund Morris. Esperaban una historia verídica, atiborrada de revelaciones y exactitudes, una biografía que, por fin, les revelara –firme, contundente como una roca, una fecha o una enfermedad– la personalidad secreta de esa inapresable figura que es todavía Ronald Reagan –un actor, al fin y al cabo–, y usted, con la excelente intención de endulzarles y amenizarles la lectura de esos áridos pormenores que conforman una vida pública, los impregnó de dudas y sospechas sobre su integridad intelectual, los sacó de este mundo y los catapultó a la irrealidad, a la mentira de las ficciones. No se puede meter un fantasma como polizonte de la realidad sin que ésta se vuelva fantástica. Mentir para decir verdades es un monopolio exclusivo de la literatura, una técnica vedada a los historiadores.

martes, septiembre 26, 2006

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (7ma parte y última)

7 ¿Qué papel desempeñan en todo esto los auténticos historiadores? Si bien los historiadores de la American Historical Association probablemente piensen que los novelistas que utilizan material histórico son algo así como los trabajadores indocumentados que cruzan la frontera por la noche, sin embargo todos los narradores guardan entre sí un parecido natural, sea cual fuere su vocación o profesión.

Roland Barthes, en un ensayo titulado “Discurso histórico”, concluye que el tropo estilístico de la narrativa histórica, la voz objetiva, “se vuelve una forma particular de ficción”. En la medida en que todo texto tiene una voz, la voz impersonal, objetiva del historiador narrativo es su marca de fábrica. La presunción de factualidad subyace a toda la documentación que han sabido reunir, y entonces a esa voz le creemos. Es la voz de la autoridad.
Pero ser conclusivamente objetivo es no tener identidad cultural, es existir en una soledad existencial, como si no se tuviera un lugar en el mundo. Las investigaciones históricas cuentan con muchas fuentes, pero deben decidir qué es relevante y qué no, para que cumplan sus propios fines. Deberíamos reconocer el grado de creatividad de esta profesión, que va más allá de la inteligencia y la erudición. “No hay hechos en sí mismos”, decía el viejo y peludo Nietzsche. “Para que un hecho exista, antes debemos darle significado.” La historiografía, como la ficción, organiza sus datos, para enfatizar significados. La matriz cultural en la que trabaja el autor condiciona siempre su pensamiento.

Sin embargo, reconocemos la diferencia entre buena historia y mala historia, así como entre una buena y una pésima novela.

El historiador erudito y el novelista indocumentado hacen causa común como obreros de la Ilustración. Son confrontados con falsas historias, pervertidas por propósitos políticos. Porque la “Historia”, desde luego, no es algo puramente académico. Es también algo urgente y candente. “Quien controle el pasado controlará el futuro”, decía otro grande, George Orwell, en 1984.

El novelista trabaja para comprender que la realidad es susceptible de cualquier interpretación que se le haga.

El historiador y el novelista trabajan para deconstruir las visiones compuestas y tradicionalmente transmitidas de sus sociedades. El historiador erudito lo hace gradualmente, el novelista más abruptamente, con sus imperdonables (pero excitantes) transgresiones, mientras escribe y va trazando su camino adentro, alrededor y por debajo de la obra de los historiadores, animándola con las palabras que se convierten en la carne y la sangre de gente que vive y que siente.

La consanguinidad de los historiadores y de los novelistas es algo que demuestran los recientes esfuerzos de reputados historiadores que, por sentirse constreñidos en su disciplina, han escrito novelas. Un biógrafo presidencial no encontró otro modo de cumplir su trabajo que nutriéndose de los vuelos de una fantasía que no puede justificar sus fuentes. No deberíamos sorprendernos por estos cruces de fronteras. ¿A qué escritor, de cualquier género, no le gustaría ver y penetrar en lo oculto e invisible?

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (6ta parte)

6 Durante los últimos treinta años, muchos novelistas y dramaturgos han incursionado en el campo histórico. Lincoln aparece en muchas novelas; y figuras tan distintas entre sí como Sigmund Freud, J. Edgar Hoover y Roy M. Cohn aparecen en roles principales o marginales; hay novelas sobre escritores, Virginia Woolf, el propio James, por ejemplo, lo que, me parece, implica una justicia poética.

Desde luego que el escritor tiene una responsabilidad, sea solemne o satírica, en realizar una composición que sirva para revelar una verdad. Pero la novela no se lee como un diario: se lee como se escribe, con ánimo libre.

Una vez que se escribe la novela, la presencia histórica de la que habla se desdobla. Tenemos a una persona, tenemos su retrato. No son lo mismo, no pueden serlo.

lunes, septiembre 25, 2006

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (5ta parte)

5 El siglo XIX indicó, de modo más claro que la época isabelina, que el escritor ya no tenía el status de revelación divina. El Napoleón de Tolstoi se despliega en un volumen de casi mil trescientas páginas. No es el único personaje históricamente verificable. Está también el general Kutuzov, comandante en jefe de las fuerzas rusas, el zar Alejandro, el conde Rostopchin, el gobernador de Moscú. Son presentados como si formaran parte del mismo protoplasma de los familiares de Tolstoi. Esta fusión del dato empírico y la ficción existe dentro de un mundo panorámico, como en La Cartuja de Parma, de Stendhal, o Los Tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, donde figura el Cardinal Richelieu, y de un modo no muy favorable.

En la Norteamérica del siglo XIX, la audacia histórica de los novelistas tendía a estar un paso más allá. Hawthorne en The Blithedale Romance, su novela sobre el experimento trascendentalista utópico de Brook Farm, traza un retrato exacto de la protofeminista Margaret Fuller, aunque le endilga otro nombre. Así que procede con la circunspección, o la sonrisa audaz, del roman à clef. Pero la audacia bajo otra forma, la audacia como principio rector, se halla en la novela sobre la Guerra Civil de Stephen Crane, La Roja insignia del Coraje, un relato de alguien que estuvo ahí hecho por un escritor que nunca estuvo ahí. Y el proyecto más estrafalario es desde luego Moby Dick de Melville, donde la divina bestia que rige un universo indiferente se compone con los sucios materiales del comercio ballenero.

Común a todos los grandes practicantes del arte de la narrativa en el siglo XIX es la creencia en el poder de la ficción como sistema legítimo de conocimiento. Mientras que el escritor de ficción, o de cualquier otra forma, puede ser visto como un transgresor arrogante, no es más que un conservador del sistema antiguo en su arte de organizar y compilar el conocimiento que llamamos relato. En su corazón, el narrador pertenece a la Edad de Bronce, y en definitiva vive gracias a ese discurso total que antecede a los vocabularios especiales de la inteligencia moderna.

Una cuestión pertinente aquí es si su fe en lo que hace es justificada. Si bien los narradores bíblicos atribuían su inspiración a Dios, los escritores parecen pensar en una especie de poder personal. Mark Twain señaló que nunca escribió un solo libro que no se haya escrito él solo. Y Henry James, en su ensayo “The Art of Fiction”, describe su propia energía como “una inmensa sensibilidad que convierte los propios movimientos del aire en revelaciones”. Aquello que el novelista es capaz de hacer, asegura James, es “adivinar y separar lo que está oculto de lo que es visible”.

Su talento, su don, parece proceder de su propia naturaleza, inherentemente solitaria. Un escritor no tiene credenciales, salvo su autoconciencia de serlo. A pesar de los programas universitarios de graduados sobre escritura, no hay institución que le pueda dar a un escritor una matrícula que lo habilite a ejercer, nada equivalente a lo que le puede suceder a un médico que obtiene su título en la Facultad de Medicina. Son especialistas en nada. Están libres. Pueden usar los descubrimientos de la ciencia, las poéticas de la teología. Están libres para usar leyendas, mitos, sueños, alucinaciones, y los murmullos de la gente loca o pobre de la calle. Nada es excluido, y menos la historia.

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (4ta parte)

4 Homero era Homero, un bardo a finales de la Edad de Bronce. En la Edad de Bronce, los relatos eran un medio fundamental para recopilar y transmitir conocimiento: eran la memoria pública; preservaban el pasado, instruían a los jóvenes, y creaban una identidad comunal. Así que estábamos preparados para hacer concesiones. Pero las hacemos también con esos otros escritores de aquella era, los escritores y redactores de la Biblia Hebrea. Para ellos, como para Homero, no existía nada semejante a un estilo puramente fáctico; no había una educada observación del mundo natural que no fuera creencia religiosa, ninguna historia que no fuera leyenda, una información práctica que no resonara en lenguaje elevado. Al mundo se lo percibía encantado. La Ilíada cuenta con muchos dioses; en la Biblia, desde luego, hay un único Dios a quienes los escritores bíblicos otorgan autoridad. Pero sea bajo muchos dioses o bajo un solo Dios, los relatos en este período se presumían verdaderos por el solo hecho de ser narrados. El propio acto de contar un cuento tenía una presunción de verdad.

Hacemos concesiones con Shakespeare, también, pero por la única razón de que es Shakespeare. En el período isabelino la inspiración religiosa se desprendió del hecho científico, la verdad debía probarse ahora por observación y experimentación, y el hecho estético era una producción autoconsciente. La realidad era una cosa, la fantasía otra. Dios estaba institucionalizado, y en un mundo desencantado merced al conocimiento racionalista y empírico, los relatos ya no eran los medios fundamentales del conocimiento. A los narradores, a quienes relataban los cuentos, se les reconoció que eran mortales, por más que algunos de ellos hayan sido inmortales, y un relato podía ser de veras creído y tomado por cierto, pero ya no lo era simplemente por el solo hecho de ser contado.

Hoy sólo los niños creen en los cuentos: creen que son ciertos por el hecho de que se los cuentan y punto. Los niños y los fundamentalistas. Esto da cuenta de los dos mil años de decadencia de la autoridad de la narración.

domingo, septiembre 24, 2006

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (3era parte)

3 Napoleón, como protagonista de La guerra y la paz de Tolstoi, más de una vez está descrito con “manos gorditas y pequeñas”. No podía sentarse en la montura del caballo de modo “bien o firme”. De él se cuenta que es “petiso”, con “músculos gordos... piernas cortas” y un “rotundo estómago”. Y que olía siempre a “Eau de Cologne”. El tema aquí no es la exactitud de la descripción de Tolstoi –que no parece muy alejado de las de relatos no ficticios– sino su selección: otras cosas que pudieron decirse de este hombre no se dijeron. Lo que nos obliga a atender la incongruencia de un emperador brioso en el cuerpo de un gordito francés. Este es el punto. La consecuencia de tal disparidad entre forma y contenido puede ser contada en los soldados muertos por todo el continente europeo.

El escritor tiene una responsabilidad, sea solemne o satírica, en realizar una composición que sirva para revelar una verdad. Pero la novela no se lee como un diario: se lee como se escribe, con ánimo libre. Doctorow

Es una estratagema del novelista así como del dramaturgo para simbolizar físicamente la naturaleza moral de un personaje. Se nos presenta, merced a Tolstoi, un Napoleón pomposamente megalomaníaco.

En una escena del Libro Tres de La guerra y la paz, cuando los conflictos franco-rusos llegaron al crucial 1812, Napoleón recibe a un emisario del zar Alejandro, un tal general Balashev, que viene a ofrecer la paz. Napoleón monta en furia: ¿no cuenta él después de todo con un ejército numéricamente superior? El, no el zar Alejandro, será quien dicte los términos. Por haber entrado en una guerra en contra de su voluntad, destruirá Europa si su voluntad es frustrada. “¡Es lo que ganaron por haber alienado mi voluntad!”, grita. Y luego, escribe Tolstoi, Napoleón “caminó de un lado a otro de la habitación, sus hombros gordos se movían nerviosamente”.

Tolstoi trabajó e investigó en la reconstrucción histórica, pero la composición del relato es enteramente suya.

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (2da parte)

2 La Sociedad Ricardo III en Inglaterra (con sucursal en Estados Unidos) querría recuperar la reputación de este hombre de los daños que le hizo William Shakespeare con sus calumnias. Shakespeare tomó su retrato de un rey deforme y asesino múltiple de Raphael Holinshed, cuya crónica estuvo profundamente influenciada por el relato de Sir Thomas Moro, un propagandista Tudor –entre otras cosas, los Tudor habían puesto fin a la dinastía de los Plantagenet, y al propio Ricardo, en la batalla de Bosworth Field en 1485.

Los ricardianos aseguraban que su rey no era la criatura deforme que retrató Shakespeare. Decían que los asesinatos atribuidos a Ricardo –específicamente aquel de sus dos sobrinos encerrados en la Torre– son algo de lo que se carece de pruebas. En cambio, hallaron evidencia de que era un buen rey que gobernó sabiamente. Sin embargo, lo que sea que haya sido Ricardo, y cuán injustamente haya sido mitologizado, es ahora, y ha sido por siglos, el polvo al que todos volveremos, y hay una verdad más alta para la autorreflexión de toda la humanidad en la visión shakespeariana de su vida que el que cualquier conjunto de datos puede proveer. La enorme popularidad de esta obra granguiñolesca, desde su primera representación hasta la actualidad, proviene de la realidad que representa: el hecho de que todos los hombres pueden pretender una existencia anticipatoria. Ahora sabemos, admitiendo a medias nuestra rara fascinación por ese asesino de hombres, mujeres y niños, vengativo e inmensamente vital, que se trata del arquetipo del alma torturada, para la que nunca habrá refugio en los infiernos de su descontento.

Qué son capaces de hacer los hombres por poder, qué muerte monumental y cuánta devastación son capaces de producir al servicio de un espíritu monárquico y maligno es algo que exhiben espectacularmente los acontecimientos del último siglo que pasó. Así es que si el Ricardo III de Shakespeare puede ser desoído por la instrucción que brinda, la identificación profética de una clase de posibilidad humana ha sido registrada con lenguaje inimitable.

sábado, septiembre 23, 2006

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (1era parte)

1 Históricamente, existió algo parecido a una guerra de Troya, incluso, de hecho, a varias guerras de Troya, pero la que escribió Homero en el siglo VIII a. C. es la que nos fascina, porque es ficción. Los arqueólogos dudan de que alguna guerra de Troya haya comenzado porque alguien llamado Paris raptara a alguien llamada Helena en las propias narices de su esposo griego, o de que haya habido un gran caballo de madera repleto de soldados que finalmente salieron de él y vencieron. Y esos dioses particularizados que dirigieron la guerra por propio interés, desviando flechas, incitando iras humanas, cambiando las voluntades y manejando los hilos habrán mantenido ocupados a griegos y troyanos por años y años, pero carecen de autoridad en nuestro mundo monoteísta, y no encontramos rastros de ellos en las excavaciones que se realizaron en el noroeste de Turquía, donde los arqueólogos encontraron pedazos y huesos y fragmentos de proyectiles de lo que pudo haber sido la Troya real.

Pero a Homero (o el elenco de poetas que escribieron bajo el nombre de Homero) o bien se le dio por la fantasía politeísta o fue el genial adaptador de un sistema de metáforas cosmológicas que nadie –ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes– jamás alcanzó a emular en su pura demencia imaginativa. Si uno lee los hexámetros de Homero se encontrará con dioses hechos a imagen y semejanza del hombre –celosos, mezquinos, con carga erótica, muy dispuestos a la venganza, con proclividades específicas de género femenino o masculino, con capacidades que los dotan de un poder que utilizan así en la tierra como en el cielo.

¿Pero quién está dispuesto a otorgarle a la Ilíada crédito histórico? La evidencia sugiere que la epopeya homérica fue transmitida de generación en generación, oralmente. Los hechos históricos que se narran provienen de tiempos remotos y se funden con la enceguecedora revelación del bardo.

viernes, septiembre 22, 2006

Mecanismos de la ficción: "La dama del perrito" de Antón Chéjov

Con frecuencia comentamos en los talleres que coordino acerca de este tema recurrente y que casi con morbosidad se trata de dilucidar: ¿por qué se leen "los clásicos"?

Con frecuencia rehuyo largas explicaciones de teoría literaria y me amparo en aquella que considero la más tangible y directa: se trata de textos que tocan la naturaleza en su esencia de manera atemporal y universal.

Por eso leemos, releemos y reflexionamos sobre relatos como "La dama del perrito" de Antón Chéjov, específicamente sobre los mecanismos de artesanía que le permiten funcionar.

García Viñó, en su muy recomendable "Teoría de la novela", resalta entre las historias que más le gustan, las que tienen una estructura invisible: esto es, las que están contadas sobre otra historia que no es explícita sino sugerida, intuida.

La anécdota de "La dama del perrito", en una reducción pedagógica, se condensa en las siguientes ideas: un hombre y una mujer casados coinciden, cometen adulterio -utilizo el término para resaltar la carga moral que arroja el autor sobre su relación- y pese a su separación, ambos comienzan a buscar oportunidades para conservar el idilio.

Chéjov va presentando los ambientes, los personajes, las atmósferas. Se nos muestra al hombre, Gurov, como un tipo promedio, despreciativo hacia las mujeres, sin mayor sensibilidad emocional. Y a ella, Anna Sergueevna, como una presa fácil, caminando con su lulú, una digna representante de lo que Gurov llama la "raza inferior".

Sin embargo, después del primer encuentro sexual entre Anna y Gurov, aparece el siguiente pasaje:

En Oranda estuvieron un rato sentados en un banco, no lejos de la iglesia, silenciosos y mirando el mar, a sus pies. Apenas era visible Yalta en la bruma matinal. Sobre la cima de las montañas había blancas nubes inmóviles, nada agitaba el follaje de los árboles, oíase el canto de la chicharra y de abajo llegaba el ruido del mar hablando de paz y de ese sueño eterno que a todos nos espera. El mismo ruido haría el mar allá abajo, cuando aún no existían ni Yalta ni Oranda.; el mismo ruido indiferente seguirá haciendo cuando ya no existamos nosotros. Y esta permanencia, esta completa indiferencia hacia la vida y la muerte en cada uno de nosotros constituye la base de nuestra eterna salvación, del incesante movimiento de la vida en la tierra, del incesante perfeccionamiento.

Se trata, aparentemente, de una intervención magistral del narrador, un pasaje logrado, reflexivo, con la magia de las grandes piezas de literatura. Además, cumple con un precepto técnio importante: no es una visión ingenua sino que está teñida del vacío interno de Gurov después de haber agregado un nombre más a su lista de conquistas.

El tiempo transcurre, se suceden nuevos encuentros. Anna debe partir, Gurov la deja ir con desapasionamiento. Luego comienzan las nostalgias.

Gurov parte hacia la ciudad de S., lugar de residencia de Anna, y la localiza, pero ella le reprocha el potencial de escándalo aunque le promete ir a Moscú. Y, efectivamente, cumple.

Nuevos encuentros en hoteles anónimos donde ni el esposo de ella ni la familia de él puede enterarse. Sabemos que Gurov continúa ayudando a su hijo al responder sus curiosidades escolares, la vida de Anna debe seguir también el mismo ritmo monótono que la llevó a entregarse a Gurov. Parece el comienzo de una vida paralela, un universo subterráneo que podría mantenerse indefinidamente.

Sin embargo, en uno de los encuentros moscovitas, sucede lo siguiente:

En el momento en que, acercándose a ella, la cogía por los hombros para decirle algo afectuoso, alguna broma, se miró en el espejo.
Su cabeza empezaba a blanquear y se le antojó extraño que los últimos años pudieran haberle envejecido y afeado tanto. Los cálidos hombros sobre los que se posaban sus manos se estremecían. Sentía piedad de aquella vida, tan bella todavía, y, sin embargo, tan próxima ya a marchitarse, sin duda como la suya propia. ¿Por qué le amaba tanto? Siempre había parecido a las mujeres otra cosa de lo que era en realidad. No era a su verdadera persona a la que éstas amaban, sino a otra, creada por su imaginación y a la que buscaban ansiosamente, no obstante lo cual, descubierto el error, seguían amándole. Ni una sola había sido dichosa con él. Con el paso del tiempo las conocía y se despedía de ellas sin haber ni una sola vez amado. Ahora solamente, cuando empezaba a blanquearle el cabello, sentía por primera vez en su vida un verdadero amor.


Es entonces cuando comenzamos a comprender verdaderamente la historia, no lo que hay en la vitrina o en el mostrador, sino lo que esconde la trastienda. Es el momento cuando cuando el pasaje lejano sobre Oranda que parecía mero ornato se vuelve medular en el relato. La historia que no se ha contado es la de la decrepitud de Gurov, la del fracaso de Gurov, la del miedo a la muerte con un desaprovechamiento sentimental de la vida por parte de Gurov. La cercanía del fin hace más humano a Gurov.

El párrafo siguiente nos dice:

El amor de Anna Sergueevna y el suyo era semejante al de dos seres cercanos, al de familiares, al de marido y mujer, al de dos entrañables amigos. Parecíale que la suerte misma les había destinado el uno al otro, resultándoles incomprensible que él pudiera estar casado y ella casada. Eran como el macho y la hembra de esos pájaros errabundos a los que, una vez apresados, se obliga a vivir en distinta jaula. Uno y otro se habían perdonado cuanto de vergonzoso hubiera en su pasado, se perdonaban todo en el presente y se sentían ambos transformados por su amor.

Otra historia no contada: la soledad de Anna y el amor que ha surgido entre ellos. Lo que comenzó como la locura y reprochabilidad del adulterio se ha convertido en esa comunión, ese ideal incomprensible, inabacable que es el amor.

Y con esta nueva información, que no son más que pinceladas, pistas claras pero solapadas que se funden para dar la verdadera relevancia emocional al relato, se nos olvida aquello que Forster llamaba lo esencial que se le podía exigir a la narrativa, la respuesta al ¿qué pasó después? Por eso aceptamos con total naturalidad y saciedad cuando Chéjov levanta la pluma diciéndonos:

Ambos veían, sin embargo, claramente, que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.

Porque es el momento cuando la tercera historia, aquella que se pierde en las implicaciones en las cuales somos Anna, Gurov, su relación, la vejez y la muerte, se empieza a desplegar en nuestra mente.

jueves, septiembre 21, 2006

Una entrevista: Jesús Nieves Montero en el diario Panorama de Maracaibo (2da parte)

"—¿Cómo surgió la idea de hacer el taller que traerá a Maracaibo?

—Soy profesor de la materia expresión escrita en el Instituto de Comunicación y Creatividad, Icrea. Siempre veíamos que había gente que acudía a nuestros talleres con la intención de buscar catarsis, evasión a través de la escritura. Pero no podía dedicarme a atender eso, porque mi obligación es cumplir ciertos contenidos programáticos, que es que la gente aprenda a escribir.

Entonces, a partir del trabajo de investigadores y estudios importantes que plantean cómo la capacidad de poder crear imágenes y contar historias acerca de lo que nos preocupa, tememos o aspiramos. Es una herramienta poderosa para organizar nuestras vidas, decidí casar las herramientas de escritura creativa con un fin terapéutico.

—¿Cree que una persona puede sanar emocionalmente de esta manera?

—Hay psicólogos que hablan de la idea de escribir para sanar: si una persona escribe de forma extensa acerca de algún problema y luego rompe lo que escribió, en cierto modo encuentra alivio. Pero, cuando eso se une con las herramientas de escritura creativa, es decir, se logra escarbar en el lenguaje para llegar al nivel emocional, ese proceso se potencia mucho más y, si bien no va a ser la panacea para una enfermedad como el cáncer, al menos va a permitir encontrar lo que llamamos un punto de transformación, que es el momento en el cual cada quien comprende su situación de manera lúcida.

Así nació el taller Escribir para sanar, que venimos realizando desde marzo de este año y captó el interés de personas en diferentes partes de Venezuela. Por eso lo estamos dictando.

Vargas Llosa decía que el escritor ha perdido su función de conciencia social, cosa que es cierta. Creo que con Uslar Pietri murió en Venezuela ese intelectual al que se le podía preguntar ‘¿qué opina usted, cuál es el camino que debemos seguir?

—¿Escribiría un guión de telenovela?

—Me interesa. Hace poco estuve como alumno en un taller en Conatel. Me llama la atención el formato de la telenovela, porque creo que se puede renovar. Claro, a veces la gente se queja de la monotonía de los temas, pero también hay que comprender algo: hacer un capítulo puede costar alrededor de 60.000 dólares. Entonces, si está funcionando de una manera, sería una locura arriesgarse a cambiar sin la garantía de recuperar la inversión.

—¿Sobre qué escribiría para una telenovela?

—De lo que no me apartaría como norte general es de lo que dice mi amiga y profesora Carolina Espada, escritora de Mi gorda bella, y que le decía su primo José Ignacio Cabrujas: una telenovela es una gran historia de amor contada en cuotas.

Entonces, sería el tema del amor, pero el real, no el amor de la mujer que se va a embarazar de un tipo para que se case con ella, sino el amor como se vive, de la gente que de repente se quiere casar pero no puede porque no tiene para un apartamento, y ese tipo de cosas que limitan el amor, o la formalización de la relación amorosa."

(Hiram Aguilar Espina para panorama)

miércoles, septiembre 20, 2006

Una entrevista: Jesús Nieves Montero en el diario Panorama de Maracaibo (1era parte)

"“Comencé a escribir como un juego, por la petición de escribir un artículo”, explica Nieves. “Con Uslar Pietri murió el intelectual al que se le podía preguntar ‘¿cuál es el camino que debemos seguir?”, reflexiona. “Escribir es recrear la vida, explorar la realidad de otra forma”.

Jesús Daniel Nieves es un joven de 29 años, atrapado entre las letras. En 1996, cayó en las redes del oficio, cuando un amigo le invitó a escribir para un periódico universitario.

Nació en Cabimas y vive en Caracas, estudió primaria en México, donde estaba trabajando su madre, la experta en radiología Carmen de Nieves. Contar historias corre por sus venas; es hijo del periodista Onofre Nieves.

En él se halla una fuerte convicción de responsabilidad social, que le sugirió aplicar las letras en beneficio de los demás. Con el taller Escribir para sanar quiere recorrer el país. Cree que es posible transformar la vida de mucha gente. Mañana estará en Maracaibo para traer sus conocimientos al Centro Holístico Ailuz.

—¿Cómo nació su vocación para escribir?

—En 1996 se me encargó hacer un artículo en la Universidad Metropolitana, donde estudiaba administración, y se me ocurrió hacer un relato. Me gustó la experiencia y comencé a tomar talleres literarios, y fue cuando en realidad me empecé a interesar por la escritura. Mi vocación nace por la admiración de los modelos de los grandes libros y de ese pequeño juego, ese pequeño experimento del año 96, que luego se fue modelando a través de experiencias teóricas o académicas.

En esa época, estudiaba también derecho en la Universidad Santa María. Abandoné derecho y culminé administración; necesitaba tiempo para la escritura.

—¿Sobre qué tema versó ese primer trabajo?

—Era un relato llamado Olvidar el olvido, sobre el amor y el perdón. Igualmente, los relatos que vinieron después, entre el 96 y el 98, se juntaron con éste y formaron parte de mi primer libro, Casi un juego.

Se aborda el tema de las relaciones de pareja, igual que en mi segundo libro, Juegos de perdón. Se habla del remordimiento, del resentimiento. En mis relatos hay personajes que necesitan o creen necesitar el perdón de sí mismos o de su entorno.

—¿Escribir es un “juego”?

—Comencé a escribir como un juego, por la petición de escribir ese artículo para el periódico de la universidad, y ni siquiera escribí sobre lo que se me pidió. Era sobre el hecho de estudiar dos carreras a la vez, derecho y administración. Fue el primer juego, y luego quise seguir escribiendo
A partir de allí, la escritura me ha parecido un juego elegante, en el cual uno va adquiriendo las reglas a medida que va escribiendo y leyendo. Es una manera de recrear la vida, de explorar la realidad de otra forma. Entonces, en ese sentido siempre me he mantenido fiel a darle el calificativo de ‘juego’ al oficio de escribir."

(Hiram Aguilar Espina para panorama)

jueves, septiembre 14, 2006

Un comentario de Justo Serna sobre memoria y creación literaria

"Crecemos, maduramos, envejecemos y nuestra vida se multiplica, se satura con recuerdos de circunstancias, de acontecimientos: en nuestro interior se agolpan y se yuxtaponen evocaciones que se alojan al margen de la importancia que a esos hechos recordados les demos, al margen de la relevancia histórica o personal. Hay cosas que nos dejan indiferentes y que, por razones que ignoramos, persisten en nuestro fuero interno, trozos o restos del pasado que perseveran en nuestro interior.

Pero hay, además, otras cosas que jamás nos han sucedido, historias que nos cuentan, fantasías de hechos no ocurridos en los que nos aventuramos, gestas o laceraciones imaginarias de las que creemos haber sido protagonistas, audacias que nos atribuimos, quimeras o actos inexistentes que, sin embargo, se depositan en nuestra psique, ocupando un lugar, desplazando incluso la reminiscencia de avatares verdaderamente ocurridos.

Es decir, en el ejercicio de la memoria se da la evocación de acontecimientos reales y de los que hemos sido protagonistas o testigos; se da también el recuerdo de episodios menores que, por algún azar asombroso, los retenemos sin que haya circunstancia especial que lo justifique; se da, en fin, la rememoración de hechos no sucedidos, de hechos que no nos han ocurrido, que sólo pertenecen a otros, y que, por alguna suerte de prodigio o de delirio, los tomamos como ciertos, hasta el punto de tener de ellos una imagen vívida, literal.

La memoria no es un atributo menor: es nuestra principal herramienta o virtud. Después de la muerte, lo peor que nos puede acaecer es justamente la pérdida de la memoria, olvidarnos de nosotros mismos, que es la forma de erosionar o eliminar una identidad.

Nuestra vida es un relato o, mejor aún, una sucesión no siempre ordenada ni congruente de relatos en los que nos narramos y nos explicamos, encajamos piezas con un significado. En la existencia corriente es más doloroso perder el significado global de lo poco o mucho que recordamos, el relato que nos da asiento y estabilidad, aunque sea dañino, que olvidar este o aquel hecho.

Es decir, muchas veces preferimos vivir en la mentira, en el sentido engañoso de las cosas pasadas, que afrontar las verdades incoherentes y fragmentarias de nuestro ser. Por eso, en la vida ordinaria lo falaz no suele ser el fardo del que nos desembarazamos; por eso, no nos aprestamos todos e inmediatamente a buscar la verdad.

Deseamos más un relato coherente y estable que una verdad troceada. Más que perseguir lo cierto, entonces y ahora anduvimos y andamos tras lo que hace consistente y duradera la identidad, aquello que da estabilidad y sentido a la biografía.

Podemos vivir en la mentira, podemos crecer, madurar y morir envueltos en recuerdos engañosos, en recuerdos creadores o encubridores, y sin embargo no sentir fastidio, no sentir la doblez de nuestra vida. La idea de sucesión con que pensamos nuestra vida requiere un relato. Eso es lo capital, no lo que recordamos o el número de las cosas que recordamos."

(Extracto del artículo "Las novelas o las vidas")

miércoles, septiembre 13, 2006

Algunas consideraciones de Justo Serna sobre la novela

"La novela ha de ser el relato de una experiencia que nos narran y que, pese a lo que pueda parecer, sí que nos concierne, nos interesa y nos conmueve, un relato que condensa preguntas e incertidumbres humanas, algunas locales o circunstanciales y otras eternas y nunca resueltas, preguntas e incertidumbres que semejantes a las de cada uno, a las de una vasta comunidad de lectores presentes y futuros.

Desde ese punto de vista, los autores operan como moralistas, como psicólogos, como sociólogos, como historiadores; esto es, se manejan con una multitud de conocimientos que les permiten edificar ese mundo de palabras, que les permiten dar consistencia y verosimilitud a algo que no existe. Levantan un mundo posible, un mundo no realizado en el exterior, pero autosuficiente e internamente coherente, con sus materiales bien dispuestos, del que se dicen algunas cosas y otras no, pero en el que los espacios vacíos son o forman parte implícita de esa realidad y con los que se las verán los lectores rellenándolos con su experiencia, con su enciclopedia.

Al leer novelas, avatares narrados, vicisitudes de otros, ampliamos la experiencia y agrandamos nuestra imaginación moral. Reparemos en esto último, en la imaginación moral. La llamo moral a esta capacidad porque nos permite evaluar los actos, discernir lo bueno de lo malo, lo que nos eleva y mejora de lo que nos empeora o daña.

Las novelas son así escuela de virtud e ilustración del vicio, un repertorio de ejemplos entreverados de bondad y maldad. Con ellas podemos frecuentar otras vidas. Pero a esa cualidad lectora la llamo imaginación, no porque sea ficticia, sino porque nos exige un esfuerzo intelectivo: nos obliga a salir de nosotros mismos, nos desfamiliariza, nos produce extrañamiento cognitivo.

Como si de un trance onírico se tratara, nos disponemos a entrar en la existencia de sujetos a los que no conocemos. ¿Para qué? Para comprender e interpretar unas intenciones y unas motivaciones, para averiguar la índole de unos principios y valores que tal vez nos desmientan, que tal vez difieran de los que honramos en nuestra vida personal, en nuestra vida de vigilia.

... tomarse en serio una novela no es rastrear los materiales de que está hecha, no es documentar el referente en el que se inspiró el narrador, sino completar una interpretación, una inspección atenta e incluso un autoanálisis."

(Extracto del artículo "Las novelas o las vidas")

martes, septiembre 12, 2006

Un ensayo de Raymond Carver: Escribir un cuento

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta.

Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving.

También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la UNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”.

Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado.

Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Nabokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas.

Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos.

Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.


En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo.
Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.