La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (1era parte)
1 Históricamente, existió algo parecido a una guerra de Troya, incluso, de hecho, a varias guerras de Troya, pero la que escribió Homero en el siglo VIII a. C. es la que nos fascina, porque es ficción. Los arqueólogos dudan de que alguna guerra de Troya haya comenzado porque alguien llamado Paris raptara a alguien llamada Helena en las propias narices de su esposo griego, o de que haya habido un gran caballo de madera repleto de soldados que finalmente salieron de él y vencieron. Y esos dioses particularizados que dirigieron la guerra por propio interés, desviando flechas, incitando iras humanas, cambiando las voluntades y manejando los hilos habrán mantenido ocupados a griegos y troyanos por años y años, pero carecen de autoridad en nuestro mundo monoteísta, y no encontramos rastros de ellos en las excavaciones que se realizaron en el noroeste de Turquía, donde los arqueólogos encontraron pedazos y huesos y fragmentos de proyectiles de lo que pudo haber sido la Troya real.
Pero a Homero (o el elenco de poetas que escribieron bajo el nombre de Homero) o bien se le dio por la fantasía politeísta o fue el genial adaptador de un sistema de metáforas cosmológicas que nadie –ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes– jamás alcanzó a emular en su pura demencia imaginativa. Si uno lee los hexámetros de Homero se encontrará con dioses hechos a imagen y semejanza del hombre –celosos, mezquinos, con carga erótica, muy dispuestos a la venganza, con proclividades específicas de género femenino o masculino, con capacidades que los dotan de un poder que utilizan así en la tierra como en el cielo.
¿Pero quién está dispuesto a otorgarle a la Ilíada crédito histórico? La evidencia sugiere que la epopeya homérica fue transmitida de generación en generación, oralmente. Los hechos históricos que se narran provienen de tiempos remotos y se funden con la enceguecedora revelación del bardo.
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