La mentira de las verdades, un artículo de Mario Vargas Llosa
LA biografía oficial del ex presidente Reagan, Dutch. A Memoir of Ronald Reagan, escrita por Edmund Morris y recién publicada en los Estados Unidos, provoca en estos días una efervescente polémica -donde voy, aquí en Washington DC, es el eje de todas las conversaciones- que cualquier crítico literario más o menos atinado zanjaría en un minuto. Pero como quienes polemizan son comentaristas políticos, o políticos profesionales, la controversia no terminará nunca y dejará flotando un aura entre ominosa y confusa sobre uno de los libros más esperados de los últimos años.
Nacido en Kenya en 1940 y venido a los Estados Unidos en 1968, Edmund Morris ganó el prestigioso Premio Pulitzer y el American Book Award en 1980 con su libro sobre The rise of Theodore Roosevelt, que fue unánimemente elogiado como un modelo de biografía, por su escrupulosa documentación, su fidelidad histórica y lo animado de su relato. Por eso fue elegido en 1985, entre una miríada de historiadores y publicistas, para escribir la biografía de Reagan. El Presidente le abrió sus archivos y su correspondencia, se sometió una vez por semana a sus interrogatorios en la Casa Blanca, le permitió acompañarlo en numerosos viajes al extranjero y asistir a muchas sesiones de trabajo en el Oval Office (con exclusión de las concernientes a la seguridad nacional). Nancy, la esposa de Reagan, y sus parientes, así como todos los colaboradores directos le facilitaron, también, entrevistas y testimonios. La editorial Random House pagó a Morris tres millones de dólares como anticipo por el libro que acaba de aparecer.
Los catorce años que le ha tomado escribirlo fueron de intenso trabajo, pero, también, de dudas, angustias y frustraciones. Pese a la riqueza del material, a los seis años de tarea, Morris confesó, en un simposio, que su personaje era "el hombre más misterioso que jamás he conocido. Es imposible entenderlo". En esto, no hacía más que confirmar lo que han dicho casi todos los periodistas e historiadores que lo trataron o escribieron sobre él: que, detrás de la risueña cortesía y las anécdotas con que toreaba sus preguntas, Ronald Reagan siempre los dejó con la desmoralizadora sensación de no haberse enterado de nada verdaderamente importante sobre la intimidad de su interlocutor. Morris había centrado su investigación en torno a esta pregunta crucial: "¿Cuánto sabía Dutch (el apodo de juventud de Reagan) de lo que hacía?". Incapaz de averiguarlo, pese a toda la masa de datos acumulada, en 1994, el año en que, luego de despedirse de sus conciudadanos con una carta pública en la que revelaba el avance del Alzheimer, el ex Presidente se convertía en un muerto en vida, Morris cayó en una profunda depresión. Durante muchos meses padeció un bloqueo psicológico, que lo incapacitó para escribir una línea.
Superó esta crisis -dice- cuando encontró una fórmula para romper aquella frontera que lo mantenía a distancia de su personaje, y poder acercarse a él, e incluso entrar en su vida afectiva y psicológica, una receta o método que consultó con sus editores, y que éstos, luego de algunas reticencias, terminaron por aceptar. ¿En qué consistía? En introducir, en esta biografía, dos o tres personajes ficticios -el propio Edmund Morris, entre ellos-, supuestos compañeros, amigos, contemporáneos o próximos a Reagan, que, dando un testimonio directo y personal de hechos absolutamente fidedignos relativos a la vida privada o pública del ex Presidente, romperían la frialdad e impersonalidad del dato escueto, y lo impregnarían de calor humano, de la palpitante autenticidad de lo vivido.
En el curso de la polémica en torno a si esta manera de proceder, la de prestarse los recursos de la ficción en una biografía, es legítima o intolerable en un ensayo histórico, Morris ha insistido, enfáticamente, que en su libro no hay un solo episodio, por nimio y transeúnte que parezca, que no sea verídico, y verificado por él hasta la saciedad, como atestigua su voluminosa bibliografía. De lo cual, concluye, se desprende que el principio básico de toda investigación emprendida por un historiador, la estricta fidelidad de su relato a lo ocurrido y comprobado, ha sido respetada por él. A su juicio, la introducción de narradores ficticios en su libro no altera la verdad histórica, sólo la colorea y humaniza.
Edmund Morris sabe mucho de historia, pero, me temo, no sabe gran cosa de literatura, dos disciplinas o quehaceres que aunque a veces se parezcan mucho, son esencialmente diferentes, como la mentira y la verdad. La historia cuenta (o debería siempre contar) verdades, y la ficción es siempre una mentira (sólo puede ser eso), aunque, a veces, algunos ficcionistas -novelistas, cuentistas, dramaturgos- hagan esfuerzos desesperados por convencer a sus lectores de que que aquello que inventan es verdad ("la vida misma"). La palabra `mentira' tiene una carga negativa tan grande que muchos escritores se resisten a admitirla y a aceptar que ella define su trabajo. Sin embargo, no hay manera más justa y cabal de explicar la ficción que diciendo de ella que no es lo que finge ser -la vida-, sino un simulacro, un espejismo, una suplantación, una impostura, que, eso sí, si logra embaucarnos y nos hace creer que es aquello que no es, acaba por iluminarnos extraordinariamente la vida verdadera. En la ficción, la mentira deja de serlo, porque es explícita y desembozada, se muestra como tal desde la primera hasta la última línea. Ésa es su verdad: el ser mentira. Una mentira de índole particular, desde luego, necesaria para todos aquellos seres a los que la vida tal como es y como la viven no les basta, porque su fantasía y sus deseos les piden más o algo distinto, y, como no pueden obtenerlo de veras, lo obtienen de mentiras, gracias a ese delicado y astuto subterfugio: la ficción. Es decir, la vida que no es, la vida que no fue, la vida que, por no serlo y por quererla, la inventamos, y la vivimos y gozamos en ese sueño lúcido en que nos sume el hechizo de la buena lectura.
Las técnicas con que se construye una ficción están, todas, encaminadas a realizar esa operación que es un motivo recurrente de los cuentos de Borges: contrabandear lo inventado por la imaginación en la realidad objetiva, trastrocar la mentira en verdad. Y los recursos primordiales de toda ficción, para que ésta simule vivir por cuenta propia y nos persuada de su `verdad', son el narrador y el tiempo, dos invenciones o creaciones que constituyen algo así como el alma de toda ficción. El narrador es siempre un personaje inventado, sea un narrador omnisciente que emula a Dios y está en todas partes y lo sabe todo, o sea un narrador implicado en la acción, y, por lo tanto, de una perspectiva limitada por su experiencia a la hora de dar un testimonio. En todo caso, del narrador –de sus movimientos en el espacio, el tiempo y los planos de la realidad– depende todo en una ficción: la coherencia o la incoherencia del relato, su autonomía o dependencia del mundo real, y, sobre todo, la impresión de libertad y autenticidad que transmiten los personajes o su incapacidad para engañarnos como tales y aparecer como meros muñecos sin libre albedrío, a los que mueven los hilos de un titiritero y hace hablar un mismo ventrílocuo.
El narrador no es separable de la ficción, es su esencia, la mentira central de ese vasto repertorio de mentiras, el principal personaje de todas las historias creadas por la fantasía humana, aunque en muchas de ellas se oculte y, como un espía o un ladrón, actúe sin dar la cara, desde la sombra. Inventar un narrador es inevitablemente mentir, aunque en su boca sólo se pongan verdades, porque las verdades históricas –los hechos fehacientes y concretos– se viven, no se cuentan, no tienen narradores, existen independientes de las versiones que sobre ellos puedan rivalizar, en tanto que los hechos de las ficciones sólo existen en función y de la manera que determina quien los cuenta. Por eso, el narrador es el eje, la columna vertebral, el alfa y el omega de toda ficción. Inventar un narrador -una mentira- para contar las verdades biográficas, como ha hecho Edmund Morris en su biografía, es contaminar todos esos datos tan laboriosamente recolectados en sus catorce años de esfuerzos, de irrealidad y fantasía, y hacer gravitar sobre ellos la sospecha (infamante, tratándose de un libro de historia) de la adulteración. Inventar un narrador es, por otra parte, desnaturalizar sutilmente la razón de ser de una biografía, que se supone debe estar centrada sobre la vida y milagros del biografiado. Porque el narrador –los narradores– pasan a ser los personajes centrales de la historia, como ocurre siempre en las ficciones: esa egolatría está prohibida a los historiadores esclavos de las verdades de lo sucedido, es privilegio de los propagadores de mentiras, de los irresponsables narradores de irrealidades (que, a veces, parecen muy realistas). "Soy el escritor más vilipendiado del mundo", le oí decir la otra noche al vapuleado autor de la primera biografía oficial de Ronald Reagan. "¿Qué les he hecho para que me maltraten así?". Les ha dado usted gato por liebre a sus lectores, amigo Edmund Morris. Esperaban una historia verídica, atiborrada de revelaciones y exactitudes, una biografía que, por fin, les revelara –firme, contundente como una roca, una fecha o una enfermedad– la personalidad secreta de esa inapresable figura que es todavía Ronald Reagan –un actor, al fin y al cabo–, y usted, con la excelente intención de endulzarles y amenizarles la lectura de esos áridos pormenores que conforman una vida pública, los impregnó de dudas y sospechas sobre su integridad intelectual, los sacó de este mundo y los catapultó a la irrealidad, a la mentira de las ficciones. No se puede meter un fantasma como polizonte de la realidad sin que ésta se vuelva fantástica. Mentir para decir verdades es un monopolio exclusivo de la literatura, una técnica vedada a los historiadores.
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