sábado, septiembre 30, 2006

Un comentario de David Chase, creador de "Los Sopranos", acerca del éxito de la serie

"Estos personajes son como cualquiera, ven televisión, ¿se han fijado que casi ningún personaje de la televisión mira televisión? Bueno, ellos sí; además, se preocupan del dinero y hablan como la gente lo hace en Nueva York o Nueva Jersey. El gran público no responde a las historias del cine ruso, las guerras entre pandillas chinas, cosas de narcotráfico entre afroamericanos. Cada uno comete violencia. Cada uno maldice. Cualquier criminal hará esto y tendrá muchachas chicas en topless bailando alrededor. Entonces, ¿qué tienen las historias italianas que hay tanta gente interesada en ellas?" (el nacional)

Una poética del cuento según Oscar Marcano

"Para mí el cuento es un acto de puntería. En el cuento se dispone de una pistola con una sola bala. Si yerras, se pierde todo el esfuerzo. Y no hay reposición. Ni rewind, ni control zeta. A diferencia de la novela, en el cuento no hay parque, municiones para gastar, por lo que tienes que emplear lo poco que tienes de la manera más eficaz (eficacia en el sentido del areté griego, como en la guerra). No hay manera de desvariar, no hay manera de arborizarse. A la novela, en cambio, la veo como a una catedral. Es un universo casi infinito en el cual tienes que desarrollar fundaciones, arbotantes, columnas, naves, arcos, cúpulas, vitrales, capiteles, en fin, hasta gárgolas. Es una tarea epopéyica. El cuento es estrictamente lo contrario. Con dos trazos tienes que pergeñar una historia que tiene que estar imbuida de un discurso y tienes que producir un efecto." (ficción breve venezolana)

viernes, septiembre 29, 2006

Un alegato de Antonio Tabucchi y Sergio Pitol sobre la vigencia de la novela

""Mientras más huele a podrido en Dinamarca --y hoy Dinamarca parece ser buena parte del Universo-más indispensable se vuelve la novela". Si Pitol afirmaba algo así en 1994, nosotros podemos afirmar, sin temor a ser desmentidos, que hoy, 12 años más tarde, el olor a podrido se ha intensificado notablemente. Y la necesidad de la novela se siente mucho más aún, como si la novela fuera directamente proporcional a la podredumbre.

¿Por qué? Por la sencilla razón de que este mundo está dominado por la noticia, y la noticia no es suficiente para explicar la complejidad del mundo. Por lo demás, ¿qué es la noticia? ¿Qué significa decir que en Irak han muer to hasta ahora 50.000 personas? ¿Es que la contabilidad de las víctimas de la guerra nos hace captar la esencia de la guerra? ¿La explica? ¿La entiende? ¿Permite entenderla? Y las crónicas de la época napoleónica, pongamos por caso, ¿es que nos explican acaso el "napoleonismo"? Cito al Pitol de "Viajar y escribir" (1993), en El arte de la fuga: "¿Que hazaña de Napoleón podría compararse en esplendor o en permanencia con La guerra y la paz, los Episodios Nacionales, La Cartuja de Parma o Los desastres de la guerra, obras que paradójica mente surgieron de la existencia misma de esas hazañas?"."

(el nacional)

jueves, septiembre 28, 2006

Un comentario de Milan Kundera acerca de la meditación en la novela

"Fuera de la novela, nos encontramos en el terreno de las afirmaciones: todos están seguros de lo que dicen: el político, el filósofo, el portero. En el terreno de la novela, no se afirma: es el terreno del juego y de la hipótesis. La meditación novelesca es pues, esencialmente, interrogativa, hipotética."

Milan Kundera, El arte de la novela

Un comentario de Rafael López Pedraza sobre las emociones

"O sentimos emociones, o vivimos como un palo de escoba. Debemos ver y respetar la naturaleza humana. Hay grandes niveles irracionales e instintivos en cada ser que son difíciles de aceptar." (el nacional)

miércoles, septiembre 27, 2006

La mentira de las verdades, un artículo de Mario Vargas Llosa

LA biografía oficial del ex presidente Reagan, Dutch. A Memoir of Ronald Reagan, escrita por Edmund Morris y recién publicada en los Estados Unidos, provoca en estos días una efervescente polémica -donde voy, aquí en Washington DC, es el eje de todas las conversaciones- que cualquier crítico literario más o menos atinado zanjaría en un minuto. Pero como quienes polemizan son comentaristas políticos, o políticos profesionales, la controversia no terminará nunca y dejará flotando un aura entre ominosa y confusa sobre uno de los libros más esperados de los últimos años.

Nacido en Kenya en 1940 y venido a los Estados Unidos en 1968, Edmund Morris ganó el prestigioso Premio Pulitzer y el American Book Award en 1980 con su libro sobre The rise of Theodore Roosevelt, que fue unánimemente elogiado como un modelo de biografía, por su escrupulosa documentación, su fidelidad histórica y lo animado de su relato. Por eso fue elegido en 1985, entre una miríada de historiadores y publicistas, para escribir la biografía de Reagan. El Presidente le abrió sus archivos y su correspondencia, se sometió una vez por semana a sus interrogatorios en la Casa Blanca, le permitió acompañarlo en numerosos viajes al extranjero y asistir a muchas sesiones de trabajo en el Oval Office (con exclusión de las concernientes a la seguridad nacional). Nancy, la esposa de Reagan, y sus parientes, así como todos los colaboradores directos le facilitaron, también, entrevistas y testimonios. La editorial Random House pagó a Morris tres millones de dólares como anticipo por el libro que acaba de aparecer.

Los catorce años que le ha tomado escribirlo fueron de intenso trabajo, pero, también, de dudas, angustias y frustraciones. Pese a la riqueza del material, a los seis años de tarea, Morris confesó, en un simposio, que su personaje era "el hombre más misterioso que jamás he conocido. Es imposible entenderlo". En esto, no hacía más que confirmar lo que han dicho casi todos los periodistas e historiadores que lo trataron o escribieron sobre él: que, detrás de la risueña cortesía y las anécdotas con que toreaba sus preguntas, Ronald Reagan siempre los dejó con la desmoralizadora sensación de no haberse enterado de nada verdaderamente importante sobre la intimidad de su interlocutor. Morris había centrado su investigación en torno a esta pregunta crucial: "¿Cuánto sabía Dutch (el apodo de juventud de Reagan) de lo que hacía?". Incapaz de averiguarlo, pese a toda la masa de datos acumulada, en 1994, el año en que, luego de despedirse de sus conciudadanos con una carta pública en la que revelaba el avance del Alzheimer, el ex Presidente se convertía en un muerto en vida, Morris cayó en una profunda depresión. Durante muchos meses padeció un bloqueo psicológico, que lo incapacitó para escribir una línea.

Superó esta crisis -dice- cuando encontró una fórmula para romper aquella frontera que lo mantenía a distancia de su personaje, y poder acercarse a él, e incluso entrar en su vida afectiva y psicológica, una receta o método que consultó con sus editores, y que éstos, luego de algunas reticencias, terminaron por aceptar. ¿En qué consistía? En introducir, en esta biografía, dos o tres personajes ficticios -el propio Edmund Morris, entre ellos-, supuestos compañeros, amigos, contemporáneos o próximos a Reagan, que, dando un testimonio directo y personal de hechos absolutamente fidedignos relativos a la vida privada o pública del ex Presidente, romperían la frialdad e impersonalidad del dato escueto, y lo impregnarían de calor humano, de la palpitante autenticidad de lo vivido.

En el curso de la polémica en torno a si esta manera de proceder, la de prestarse los recursos de la ficción en una biografía, es legítima o intolerable en un ensayo histórico, Morris ha insistido, enfáticamente, que en su libro no hay un solo episodio, por nimio y transeúnte que parezca, que no sea verídico, y verificado por él hasta la saciedad, como atestigua su voluminosa bibliografía. De lo cual, concluye, se desprende que el principio básico de toda investigación emprendida por un historiador, la estricta fidelidad de su relato a lo ocurrido y comprobado, ha sido respetada por él. A su juicio, la introducción de narradores ficticios en su libro no altera la verdad histórica, sólo la colorea y humaniza.

Edmund Morris sabe mucho de historia, pero, me temo, no sabe gran cosa de literatura, dos disciplinas o quehaceres que aunque a veces se parezcan mucho, son esencialmente diferentes, como la mentira y la verdad. La historia cuenta (o debería siempre contar) verdades, y la ficción es siempre una mentira (sólo puede ser eso), aunque, a veces, algunos ficcionistas -novelistas, cuentistas, dramaturgos- hagan esfuerzos desesperados por convencer a sus lectores de que que aquello que inventan es verdad ("la vida misma"). La palabra `mentira' tiene una carga negativa tan grande que muchos escritores se resisten a admitirla y a aceptar que ella define su trabajo. Sin embargo, no hay manera más justa y cabal de explicar la ficción que diciendo de ella que no es lo que finge ser -la vida-, sino un simulacro, un espejismo, una suplantación, una impostura, que, eso sí, si logra embaucarnos y nos hace creer que es aquello que no es, acaba por iluminarnos extraordinariamente la vida verdadera. En la ficción, la mentira deja de serlo, porque es explícita y desembozada, se muestra como tal desde la primera hasta la última línea. Ésa es su verdad: el ser mentira. Una mentira de índole particular, desde luego, necesaria para todos aquellos seres a los que la vida tal como es y como la viven no les basta, porque su fantasía y sus deseos les piden más o algo distinto, y, como no pueden obtenerlo de veras, lo obtienen de mentiras, gracias a ese delicado y astuto subterfugio: la ficción. Es decir, la vida que no es, la vida que no fue, la vida que, por no serlo y por quererla, la inventamos, y la vivimos y gozamos en ese sueño lúcido en que nos sume el hechizo de la buena lectura.

Las técnicas con que se construye una ficción están, todas, encaminadas a realizar esa operación que es un motivo recurrente de los cuentos de Borges: contrabandear lo inventado por la imaginación en la realidad objetiva, trastrocar la mentira en verdad. Y los recursos primordiales de toda ficción, para que ésta simule vivir por cuenta propia y nos persuada de su `verdad', son el narrador y el tiempo, dos invenciones o creaciones que constituyen algo así como el alma de toda ficción. El narrador es siempre un personaje inventado, sea un narrador omnisciente que emula a Dios y está en todas partes y lo sabe todo, o sea un narrador implicado en la acción, y, por lo tanto, de una perspectiva limitada por su experiencia a la hora de dar un testimonio. En todo caso, del narrador –de sus movimientos en el espacio, el tiempo y los planos de la realidad– depende todo en una ficción: la coherencia o la incoherencia del relato, su autonomía o dependencia del mundo real, y, sobre todo, la impresión de libertad y autenticidad que transmiten los personajes o su incapacidad para engañarnos como tales y aparecer como meros muñecos sin libre albedrío, a los que mueven los hilos de un titiritero y hace hablar un mismo ventrílocuo.

El narrador no es separable de la ficción, es su esencia, la mentira central de ese vasto repertorio de mentiras, el principal personaje de todas las historias creadas por la fantasía humana, aunque en muchas de ellas se oculte y, como un espía o un ladrón, actúe sin dar la cara, desde la sombra. Inventar un narrador es inevitablemente mentir, aunque en su boca sólo se pongan verdades, porque las verdades históricas –los hechos fehacientes y concretos– se viven, no se cuentan, no tienen narradores, existen independientes de las versiones que sobre ellos puedan rivalizar, en tanto que los hechos de las ficciones sólo existen en función y de la manera que determina quien los cuenta. Por eso, el narrador es el eje, la columna vertebral, el alfa y el omega de toda ficción. Inventar un narrador -una mentira- para contar las verdades biográficas, como ha hecho Edmund Morris en su biografía, es contaminar todos esos datos tan laboriosamente recolectados en sus catorce años de esfuerzos, de irrealidad y fantasía, y hacer gravitar sobre ellos la sospecha (infamante, tratándose de un libro de historia) de la adulteración. Inventar un narrador es, por otra parte, desnaturalizar sutilmente la razón de ser de una biografía, que se supone debe estar centrada sobre la vida y milagros del biografiado. Porque el narrador –los narradores– pasan a ser los personajes centrales de la historia, como ocurre siempre en las ficciones: esa egolatría está prohibida a los historiadores esclavos de las verdades de lo sucedido, es privilegio de los propagadores de mentiras, de los irresponsables narradores de irrealidades (que, a veces, parecen muy realistas). "Soy el escritor más vilipendiado del mundo", le oí decir la otra noche al vapuleado autor de la primera biografía oficial de Ronald Reagan. "¿Qué les he hecho para que me maltraten así?". Les ha dado usted gato por liebre a sus lectores, amigo Edmund Morris. Esperaban una historia verídica, atiborrada de revelaciones y exactitudes, una biografía que, por fin, les revelara –firme, contundente como una roca, una fecha o una enfermedad– la personalidad secreta de esa inapresable figura que es todavía Ronald Reagan –un actor, al fin y al cabo–, y usted, con la excelente intención de endulzarles y amenizarles la lectura de esos áridos pormenores que conforman una vida pública, los impregnó de dudas y sospechas sobre su integridad intelectual, los sacó de este mundo y los catapultó a la irrealidad, a la mentira de las ficciones. No se puede meter un fantasma como polizonte de la realidad sin que ésta se vuelva fantástica. Mentir para decir verdades es un monopolio exclusivo de la literatura, una técnica vedada a los historiadores.

martes, septiembre 26, 2006

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (7ma parte y última)

7 ¿Qué papel desempeñan en todo esto los auténticos historiadores? Si bien los historiadores de la American Historical Association probablemente piensen que los novelistas que utilizan material histórico son algo así como los trabajadores indocumentados que cruzan la frontera por la noche, sin embargo todos los narradores guardan entre sí un parecido natural, sea cual fuere su vocación o profesión.

Roland Barthes, en un ensayo titulado “Discurso histórico”, concluye que el tropo estilístico de la narrativa histórica, la voz objetiva, “se vuelve una forma particular de ficción”. En la medida en que todo texto tiene una voz, la voz impersonal, objetiva del historiador narrativo es su marca de fábrica. La presunción de factualidad subyace a toda la documentación que han sabido reunir, y entonces a esa voz le creemos. Es la voz de la autoridad.
Pero ser conclusivamente objetivo es no tener identidad cultural, es existir en una soledad existencial, como si no se tuviera un lugar en el mundo. Las investigaciones históricas cuentan con muchas fuentes, pero deben decidir qué es relevante y qué no, para que cumplan sus propios fines. Deberíamos reconocer el grado de creatividad de esta profesión, que va más allá de la inteligencia y la erudición. “No hay hechos en sí mismos”, decía el viejo y peludo Nietzsche. “Para que un hecho exista, antes debemos darle significado.” La historiografía, como la ficción, organiza sus datos, para enfatizar significados. La matriz cultural en la que trabaja el autor condiciona siempre su pensamiento.

Sin embargo, reconocemos la diferencia entre buena historia y mala historia, así como entre una buena y una pésima novela.

El historiador erudito y el novelista indocumentado hacen causa común como obreros de la Ilustración. Son confrontados con falsas historias, pervertidas por propósitos políticos. Porque la “Historia”, desde luego, no es algo puramente académico. Es también algo urgente y candente. “Quien controle el pasado controlará el futuro”, decía otro grande, George Orwell, en 1984.

El novelista trabaja para comprender que la realidad es susceptible de cualquier interpretación que se le haga.

El historiador y el novelista trabajan para deconstruir las visiones compuestas y tradicionalmente transmitidas de sus sociedades. El historiador erudito lo hace gradualmente, el novelista más abruptamente, con sus imperdonables (pero excitantes) transgresiones, mientras escribe y va trazando su camino adentro, alrededor y por debajo de la obra de los historiadores, animándola con las palabras que se convierten en la carne y la sangre de gente que vive y que siente.

La consanguinidad de los historiadores y de los novelistas es algo que demuestran los recientes esfuerzos de reputados historiadores que, por sentirse constreñidos en su disciplina, han escrito novelas. Un biógrafo presidencial no encontró otro modo de cumplir su trabajo que nutriéndose de los vuelos de una fantasía que no puede justificar sus fuentes. No deberíamos sorprendernos por estos cruces de fronteras. ¿A qué escritor, de cualquier género, no le gustaría ver y penetrar en lo oculto e invisible?

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (6ta parte)

6 Durante los últimos treinta años, muchos novelistas y dramaturgos han incursionado en el campo histórico. Lincoln aparece en muchas novelas; y figuras tan distintas entre sí como Sigmund Freud, J. Edgar Hoover y Roy M. Cohn aparecen en roles principales o marginales; hay novelas sobre escritores, Virginia Woolf, el propio James, por ejemplo, lo que, me parece, implica una justicia poética.

Desde luego que el escritor tiene una responsabilidad, sea solemne o satírica, en realizar una composición que sirva para revelar una verdad. Pero la novela no se lee como un diario: se lee como se escribe, con ánimo libre.

Una vez que se escribe la novela, la presencia histórica de la que habla se desdobla. Tenemos a una persona, tenemos su retrato. No son lo mismo, no pueden serlo.

lunes, septiembre 25, 2006

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (5ta parte)

5 El siglo XIX indicó, de modo más claro que la época isabelina, que el escritor ya no tenía el status de revelación divina. El Napoleón de Tolstoi se despliega en un volumen de casi mil trescientas páginas. No es el único personaje históricamente verificable. Está también el general Kutuzov, comandante en jefe de las fuerzas rusas, el zar Alejandro, el conde Rostopchin, el gobernador de Moscú. Son presentados como si formaran parte del mismo protoplasma de los familiares de Tolstoi. Esta fusión del dato empírico y la ficción existe dentro de un mundo panorámico, como en La Cartuja de Parma, de Stendhal, o Los Tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, donde figura el Cardinal Richelieu, y de un modo no muy favorable.

En la Norteamérica del siglo XIX, la audacia histórica de los novelistas tendía a estar un paso más allá. Hawthorne en The Blithedale Romance, su novela sobre el experimento trascendentalista utópico de Brook Farm, traza un retrato exacto de la protofeminista Margaret Fuller, aunque le endilga otro nombre. Así que procede con la circunspección, o la sonrisa audaz, del roman à clef. Pero la audacia bajo otra forma, la audacia como principio rector, se halla en la novela sobre la Guerra Civil de Stephen Crane, La Roja insignia del Coraje, un relato de alguien que estuvo ahí hecho por un escritor que nunca estuvo ahí. Y el proyecto más estrafalario es desde luego Moby Dick de Melville, donde la divina bestia que rige un universo indiferente se compone con los sucios materiales del comercio ballenero.

Común a todos los grandes practicantes del arte de la narrativa en el siglo XIX es la creencia en el poder de la ficción como sistema legítimo de conocimiento. Mientras que el escritor de ficción, o de cualquier otra forma, puede ser visto como un transgresor arrogante, no es más que un conservador del sistema antiguo en su arte de organizar y compilar el conocimiento que llamamos relato. En su corazón, el narrador pertenece a la Edad de Bronce, y en definitiva vive gracias a ese discurso total que antecede a los vocabularios especiales de la inteligencia moderna.

Una cuestión pertinente aquí es si su fe en lo que hace es justificada. Si bien los narradores bíblicos atribuían su inspiración a Dios, los escritores parecen pensar en una especie de poder personal. Mark Twain señaló que nunca escribió un solo libro que no se haya escrito él solo. Y Henry James, en su ensayo “The Art of Fiction”, describe su propia energía como “una inmensa sensibilidad que convierte los propios movimientos del aire en revelaciones”. Aquello que el novelista es capaz de hacer, asegura James, es “adivinar y separar lo que está oculto de lo que es visible”.

Su talento, su don, parece proceder de su propia naturaleza, inherentemente solitaria. Un escritor no tiene credenciales, salvo su autoconciencia de serlo. A pesar de los programas universitarios de graduados sobre escritura, no hay institución que le pueda dar a un escritor una matrícula que lo habilite a ejercer, nada equivalente a lo que le puede suceder a un médico que obtiene su título en la Facultad de Medicina. Son especialistas en nada. Están libres. Pueden usar los descubrimientos de la ciencia, las poéticas de la teología. Están libres para usar leyendas, mitos, sueños, alucinaciones, y los murmullos de la gente loca o pobre de la calle. Nada es excluido, y menos la historia.

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (4ta parte)

4 Homero era Homero, un bardo a finales de la Edad de Bronce. En la Edad de Bronce, los relatos eran un medio fundamental para recopilar y transmitir conocimiento: eran la memoria pública; preservaban el pasado, instruían a los jóvenes, y creaban una identidad comunal. Así que estábamos preparados para hacer concesiones. Pero las hacemos también con esos otros escritores de aquella era, los escritores y redactores de la Biblia Hebrea. Para ellos, como para Homero, no existía nada semejante a un estilo puramente fáctico; no había una educada observación del mundo natural que no fuera creencia religiosa, ninguna historia que no fuera leyenda, una información práctica que no resonara en lenguaje elevado. Al mundo se lo percibía encantado. La Ilíada cuenta con muchos dioses; en la Biblia, desde luego, hay un único Dios a quienes los escritores bíblicos otorgan autoridad. Pero sea bajo muchos dioses o bajo un solo Dios, los relatos en este período se presumían verdaderos por el solo hecho de ser narrados. El propio acto de contar un cuento tenía una presunción de verdad.

Hacemos concesiones con Shakespeare, también, pero por la única razón de que es Shakespeare. En el período isabelino la inspiración religiosa se desprendió del hecho científico, la verdad debía probarse ahora por observación y experimentación, y el hecho estético era una producción autoconsciente. La realidad era una cosa, la fantasía otra. Dios estaba institucionalizado, y en un mundo desencantado merced al conocimiento racionalista y empírico, los relatos ya no eran los medios fundamentales del conocimiento. A los narradores, a quienes relataban los cuentos, se les reconoció que eran mortales, por más que algunos de ellos hayan sido inmortales, y un relato podía ser de veras creído y tomado por cierto, pero ya no lo era simplemente por el solo hecho de ser contado.

Hoy sólo los niños creen en los cuentos: creen que son ciertos por el hecho de que se los cuentan y punto. Los niños y los fundamentalistas. Esto da cuenta de los dos mil años de decadencia de la autoridad de la narración.

domingo, septiembre 24, 2006

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (3era parte)

3 Napoleón, como protagonista de La guerra y la paz de Tolstoi, más de una vez está descrito con “manos gorditas y pequeñas”. No podía sentarse en la montura del caballo de modo “bien o firme”. De él se cuenta que es “petiso”, con “músculos gordos... piernas cortas” y un “rotundo estómago”. Y que olía siempre a “Eau de Cologne”. El tema aquí no es la exactitud de la descripción de Tolstoi –que no parece muy alejado de las de relatos no ficticios– sino su selección: otras cosas que pudieron decirse de este hombre no se dijeron. Lo que nos obliga a atender la incongruencia de un emperador brioso en el cuerpo de un gordito francés. Este es el punto. La consecuencia de tal disparidad entre forma y contenido puede ser contada en los soldados muertos por todo el continente europeo.

El escritor tiene una responsabilidad, sea solemne o satírica, en realizar una composición que sirva para revelar una verdad. Pero la novela no se lee como un diario: se lee como se escribe, con ánimo libre. Doctorow

Es una estratagema del novelista así como del dramaturgo para simbolizar físicamente la naturaleza moral de un personaje. Se nos presenta, merced a Tolstoi, un Napoleón pomposamente megalomaníaco.

En una escena del Libro Tres de La guerra y la paz, cuando los conflictos franco-rusos llegaron al crucial 1812, Napoleón recibe a un emisario del zar Alejandro, un tal general Balashev, que viene a ofrecer la paz. Napoleón monta en furia: ¿no cuenta él después de todo con un ejército numéricamente superior? El, no el zar Alejandro, será quien dicte los términos. Por haber entrado en una guerra en contra de su voluntad, destruirá Europa si su voluntad es frustrada. “¡Es lo que ganaron por haber alienado mi voluntad!”, grita. Y luego, escribe Tolstoi, Napoleón “caminó de un lado a otro de la habitación, sus hombros gordos se movían nerviosamente”.

Tolstoi trabajó e investigó en la reconstrucción histórica, pero la composición del relato es enteramente suya.

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (2da parte)

2 La Sociedad Ricardo III en Inglaterra (con sucursal en Estados Unidos) querría recuperar la reputación de este hombre de los daños que le hizo William Shakespeare con sus calumnias. Shakespeare tomó su retrato de un rey deforme y asesino múltiple de Raphael Holinshed, cuya crónica estuvo profundamente influenciada por el relato de Sir Thomas Moro, un propagandista Tudor –entre otras cosas, los Tudor habían puesto fin a la dinastía de los Plantagenet, y al propio Ricardo, en la batalla de Bosworth Field en 1485.

Los ricardianos aseguraban que su rey no era la criatura deforme que retrató Shakespeare. Decían que los asesinatos atribuidos a Ricardo –específicamente aquel de sus dos sobrinos encerrados en la Torre– son algo de lo que se carece de pruebas. En cambio, hallaron evidencia de que era un buen rey que gobernó sabiamente. Sin embargo, lo que sea que haya sido Ricardo, y cuán injustamente haya sido mitologizado, es ahora, y ha sido por siglos, el polvo al que todos volveremos, y hay una verdad más alta para la autorreflexión de toda la humanidad en la visión shakespeariana de su vida que el que cualquier conjunto de datos puede proveer. La enorme popularidad de esta obra granguiñolesca, desde su primera representación hasta la actualidad, proviene de la realidad que representa: el hecho de que todos los hombres pueden pretender una existencia anticipatoria. Ahora sabemos, admitiendo a medias nuestra rara fascinación por ese asesino de hombres, mujeres y niños, vengativo e inmensamente vital, que se trata del arquetipo del alma torturada, para la que nunca habrá refugio en los infiernos de su descontento.

Qué son capaces de hacer los hombres por poder, qué muerte monumental y cuánta devastación son capaces de producir al servicio de un espíritu monárquico y maligno es algo que exhiben espectacularmente los acontecimientos del último siglo que pasó. Así es que si el Ricardo III de Shakespeare puede ser desoído por la instrucción que brinda, la identificación profética de una clase de posibilidad humana ha sido registrada con lenguaje inimitable.

sábado, septiembre 23, 2006

La historia de la ficción: Un ensayo de E.L. Doctorow (1era parte)

1 Históricamente, existió algo parecido a una guerra de Troya, incluso, de hecho, a varias guerras de Troya, pero la que escribió Homero en el siglo VIII a. C. es la que nos fascina, porque es ficción. Los arqueólogos dudan de que alguna guerra de Troya haya comenzado porque alguien llamado Paris raptara a alguien llamada Helena en las propias narices de su esposo griego, o de que haya habido un gran caballo de madera repleto de soldados que finalmente salieron de él y vencieron. Y esos dioses particularizados que dirigieron la guerra por propio interés, desviando flechas, incitando iras humanas, cambiando las voluntades y manejando los hilos habrán mantenido ocupados a griegos y troyanos por años y años, pero carecen de autoridad en nuestro mundo monoteísta, y no encontramos rastros de ellos en las excavaciones que se realizaron en el noroeste de Turquía, donde los arqueólogos encontraron pedazos y huesos y fragmentos de proyectiles de lo que pudo haber sido la Troya real.

Pero a Homero (o el elenco de poetas que escribieron bajo el nombre de Homero) o bien se le dio por la fantasía politeísta o fue el genial adaptador de un sistema de metáforas cosmológicas que nadie –ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes– jamás alcanzó a emular en su pura demencia imaginativa. Si uno lee los hexámetros de Homero se encontrará con dioses hechos a imagen y semejanza del hombre –celosos, mezquinos, con carga erótica, muy dispuestos a la venganza, con proclividades específicas de género femenino o masculino, con capacidades que los dotan de un poder que utilizan así en la tierra como en el cielo.

¿Pero quién está dispuesto a otorgarle a la Ilíada crédito histórico? La evidencia sugiere que la epopeya homérica fue transmitida de generación en generación, oralmente. Los hechos históricos que se narran provienen de tiempos remotos y se funden con la enceguecedora revelación del bardo.

viernes, septiembre 22, 2006

Mecanismos de la ficción: "La dama del perrito" de Antón Chéjov

Con frecuencia comentamos en los talleres que coordino acerca de este tema recurrente y que casi con morbosidad se trata de dilucidar: ¿por qué se leen "los clásicos"?

Con frecuencia rehuyo largas explicaciones de teoría literaria y me amparo en aquella que considero la más tangible y directa: se trata de textos que tocan la naturaleza en su esencia de manera atemporal y universal.

Por eso leemos, releemos y reflexionamos sobre relatos como "La dama del perrito" de Antón Chéjov, específicamente sobre los mecanismos de artesanía que le permiten funcionar.

García Viñó, en su muy recomendable "Teoría de la novela", resalta entre las historias que más le gustan, las que tienen una estructura invisible: esto es, las que están contadas sobre otra historia que no es explícita sino sugerida, intuida.

La anécdota de "La dama del perrito", en una reducción pedagógica, se condensa en las siguientes ideas: un hombre y una mujer casados coinciden, cometen adulterio -utilizo el término para resaltar la carga moral que arroja el autor sobre su relación- y pese a su separación, ambos comienzan a buscar oportunidades para conservar el idilio.

Chéjov va presentando los ambientes, los personajes, las atmósferas. Se nos muestra al hombre, Gurov, como un tipo promedio, despreciativo hacia las mujeres, sin mayor sensibilidad emocional. Y a ella, Anna Sergueevna, como una presa fácil, caminando con su lulú, una digna representante de lo que Gurov llama la "raza inferior".

Sin embargo, después del primer encuentro sexual entre Anna y Gurov, aparece el siguiente pasaje:

En Oranda estuvieron un rato sentados en un banco, no lejos de la iglesia, silenciosos y mirando el mar, a sus pies. Apenas era visible Yalta en la bruma matinal. Sobre la cima de las montañas había blancas nubes inmóviles, nada agitaba el follaje de los árboles, oíase el canto de la chicharra y de abajo llegaba el ruido del mar hablando de paz y de ese sueño eterno que a todos nos espera. El mismo ruido haría el mar allá abajo, cuando aún no existían ni Yalta ni Oranda.; el mismo ruido indiferente seguirá haciendo cuando ya no existamos nosotros. Y esta permanencia, esta completa indiferencia hacia la vida y la muerte en cada uno de nosotros constituye la base de nuestra eterna salvación, del incesante movimiento de la vida en la tierra, del incesante perfeccionamiento.

Se trata, aparentemente, de una intervención magistral del narrador, un pasaje logrado, reflexivo, con la magia de las grandes piezas de literatura. Además, cumple con un precepto técnio importante: no es una visión ingenua sino que está teñida del vacío interno de Gurov después de haber agregado un nombre más a su lista de conquistas.

El tiempo transcurre, se suceden nuevos encuentros. Anna debe partir, Gurov la deja ir con desapasionamiento. Luego comienzan las nostalgias.

Gurov parte hacia la ciudad de S., lugar de residencia de Anna, y la localiza, pero ella le reprocha el potencial de escándalo aunque le promete ir a Moscú. Y, efectivamente, cumple.

Nuevos encuentros en hoteles anónimos donde ni el esposo de ella ni la familia de él puede enterarse. Sabemos que Gurov continúa ayudando a su hijo al responder sus curiosidades escolares, la vida de Anna debe seguir también el mismo ritmo monótono que la llevó a entregarse a Gurov. Parece el comienzo de una vida paralela, un universo subterráneo que podría mantenerse indefinidamente.

Sin embargo, en uno de los encuentros moscovitas, sucede lo siguiente:

En el momento en que, acercándose a ella, la cogía por los hombros para decirle algo afectuoso, alguna broma, se miró en el espejo.
Su cabeza empezaba a blanquear y se le antojó extraño que los últimos años pudieran haberle envejecido y afeado tanto. Los cálidos hombros sobre los que se posaban sus manos se estremecían. Sentía piedad de aquella vida, tan bella todavía, y, sin embargo, tan próxima ya a marchitarse, sin duda como la suya propia. ¿Por qué le amaba tanto? Siempre había parecido a las mujeres otra cosa de lo que era en realidad. No era a su verdadera persona a la que éstas amaban, sino a otra, creada por su imaginación y a la que buscaban ansiosamente, no obstante lo cual, descubierto el error, seguían amándole. Ni una sola había sido dichosa con él. Con el paso del tiempo las conocía y se despedía de ellas sin haber ni una sola vez amado. Ahora solamente, cuando empezaba a blanquearle el cabello, sentía por primera vez en su vida un verdadero amor.


Es entonces cuando comenzamos a comprender verdaderamente la historia, no lo que hay en la vitrina o en el mostrador, sino lo que esconde la trastienda. Es el momento cuando cuando el pasaje lejano sobre Oranda que parecía mero ornato se vuelve medular en el relato. La historia que no se ha contado es la de la decrepitud de Gurov, la del fracaso de Gurov, la del miedo a la muerte con un desaprovechamiento sentimental de la vida por parte de Gurov. La cercanía del fin hace más humano a Gurov.

El párrafo siguiente nos dice:

El amor de Anna Sergueevna y el suyo era semejante al de dos seres cercanos, al de familiares, al de marido y mujer, al de dos entrañables amigos. Parecíale que la suerte misma les había destinado el uno al otro, resultándoles incomprensible que él pudiera estar casado y ella casada. Eran como el macho y la hembra de esos pájaros errabundos a los que, una vez apresados, se obliga a vivir en distinta jaula. Uno y otro se habían perdonado cuanto de vergonzoso hubiera en su pasado, se perdonaban todo en el presente y se sentían ambos transformados por su amor.

Otra historia no contada: la soledad de Anna y el amor que ha surgido entre ellos. Lo que comenzó como la locura y reprochabilidad del adulterio se ha convertido en esa comunión, ese ideal incomprensible, inabacable que es el amor.

Y con esta nueva información, que no son más que pinceladas, pistas claras pero solapadas que se funden para dar la verdadera relevancia emocional al relato, se nos olvida aquello que Forster llamaba lo esencial que se le podía exigir a la narrativa, la respuesta al ¿qué pasó después? Por eso aceptamos con total naturalidad y saciedad cuando Chéjov levanta la pluma diciéndonos:

Ambos veían, sin embargo, claramente, que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.

Porque es el momento cuando la tercera historia, aquella que se pierde en las implicaciones en las cuales somos Anna, Gurov, su relación, la vejez y la muerte, se empieza a desplegar en nuestra mente.

jueves, septiembre 21, 2006

Una entrevista: Jesús Nieves Montero en el diario Panorama de Maracaibo (2da parte)

"—¿Cómo surgió la idea de hacer el taller que traerá a Maracaibo?

—Soy profesor de la materia expresión escrita en el Instituto de Comunicación y Creatividad, Icrea. Siempre veíamos que había gente que acudía a nuestros talleres con la intención de buscar catarsis, evasión a través de la escritura. Pero no podía dedicarme a atender eso, porque mi obligación es cumplir ciertos contenidos programáticos, que es que la gente aprenda a escribir.

Entonces, a partir del trabajo de investigadores y estudios importantes que plantean cómo la capacidad de poder crear imágenes y contar historias acerca de lo que nos preocupa, tememos o aspiramos. Es una herramienta poderosa para organizar nuestras vidas, decidí casar las herramientas de escritura creativa con un fin terapéutico.

—¿Cree que una persona puede sanar emocionalmente de esta manera?

—Hay psicólogos que hablan de la idea de escribir para sanar: si una persona escribe de forma extensa acerca de algún problema y luego rompe lo que escribió, en cierto modo encuentra alivio. Pero, cuando eso se une con las herramientas de escritura creativa, es decir, se logra escarbar en el lenguaje para llegar al nivel emocional, ese proceso se potencia mucho más y, si bien no va a ser la panacea para una enfermedad como el cáncer, al menos va a permitir encontrar lo que llamamos un punto de transformación, que es el momento en el cual cada quien comprende su situación de manera lúcida.

Así nació el taller Escribir para sanar, que venimos realizando desde marzo de este año y captó el interés de personas en diferentes partes de Venezuela. Por eso lo estamos dictando.

Vargas Llosa decía que el escritor ha perdido su función de conciencia social, cosa que es cierta. Creo que con Uslar Pietri murió en Venezuela ese intelectual al que se le podía preguntar ‘¿qué opina usted, cuál es el camino que debemos seguir?

—¿Escribiría un guión de telenovela?

—Me interesa. Hace poco estuve como alumno en un taller en Conatel. Me llama la atención el formato de la telenovela, porque creo que se puede renovar. Claro, a veces la gente se queja de la monotonía de los temas, pero también hay que comprender algo: hacer un capítulo puede costar alrededor de 60.000 dólares. Entonces, si está funcionando de una manera, sería una locura arriesgarse a cambiar sin la garantía de recuperar la inversión.

—¿Sobre qué escribiría para una telenovela?

—De lo que no me apartaría como norte general es de lo que dice mi amiga y profesora Carolina Espada, escritora de Mi gorda bella, y que le decía su primo José Ignacio Cabrujas: una telenovela es una gran historia de amor contada en cuotas.

Entonces, sería el tema del amor, pero el real, no el amor de la mujer que se va a embarazar de un tipo para que se case con ella, sino el amor como se vive, de la gente que de repente se quiere casar pero no puede porque no tiene para un apartamento, y ese tipo de cosas que limitan el amor, o la formalización de la relación amorosa."

(Hiram Aguilar Espina para panorama)

miércoles, septiembre 20, 2006

Una entrevista: Jesús Nieves Montero en el diario Panorama de Maracaibo (1era parte)

"“Comencé a escribir como un juego, por la petición de escribir un artículo”, explica Nieves. “Con Uslar Pietri murió el intelectual al que se le podía preguntar ‘¿cuál es el camino que debemos seguir?”, reflexiona. “Escribir es recrear la vida, explorar la realidad de otra forma”.

Jesús Daniel Nieves es un joven de 29 años, atrapado entre las letras. En 1996, cayó en las redes del oficio, cuando un amigo le invitó a escribir para un periódico universitario.

Nació en Cabimas y vive en Caracas, estudió primaria en México, donde estaba trabajando su madre, la experta en radiología Carmen de Nieves. Contar historias corre por sus venas; es hijo del periodista Onofre Nieves.

En él se halla una fuerte convicción de responsabilidad social, que le sugirió aplicar las letras en beneficio de los demás. Con el taller Escribir para sanar quiere recorrer el país. Cree que es posible transformar la vida de mucha gente. Mañana estará en Maracaibo para traer sus conocimientos al Centro Holístico Ailuz.

—¿Cómo nació su vocación para escribir?

—En 1996 se me encargó hacer un artículo en la Universidad Metropolitana, donde estudiaba administración, y se me ocurrió hacer un relato. Me gustó la experiencia y comencé a tomar talleres literarios, y fue cuando en realidad me empecé a interesar por la escritura. Mi vocación nace por la admiración de los modelos de los grandes libros y de ese pequeño juego, ese pequeño experimento del año 96, que luego se fue modelando a través de experiencias teóricas o académicas.

En esa época, estudiaba también derecho en la Universidad Santa María. Abandoné derecho y culminé administración; necesitaba tiempo para la escritura.

—¿Sobre qué tema versó ese primer trabajo?

—Era un relato llamado Olvidar el olvido, sobre el amor y el perdón. Igualmente, los relatos que vinieron después, entre el 96 y el 98, se juntaron con éste y formaron parte de mi primer libro, Casi un juego.

Se aborda el tema de las relaciones de pareja, igual que en mi segundo libro, Juegos de perdón. Se habla del remordimiento, del resentimiento. En mis relatos hay personajes que necesitan o creen necesitar el perdón de sí mismos o de su entorno.

—¿Escribir es un “juego”?

—Comencé a escribir como un juego, por la petición de escribir ese artículo para el periódico de la universidad, y ni siquiera escribí sobre lo que se me pidió. Era sobre el hecho de estudiar dos carreras a la vez, derecho y administración. Fue el primer juego, y luego quise seguir escribiendo
A partir de allí, la escritura me ha parecido un juego elegante, en el cual uno va adquiriendo las reglas a medida que va escribiendo y leyendo. Es una manera de recrear la vida, de explorar la realidad de otra forma. Entonces, en ese sentido siempre me he mantenido fiel a darle el calificativo de ‘juego’ al oficio de escribir."

(Hiram Aguilar Espina para panorama)

jueves, septiembre 14, 2006

Un comentario de Justo Serna sobre memoria y creación literaria

"Crecemos, maduramos, envejecemos y nuestra vida se multiplica, se satura con recuerdos de circunstancias, de acontecimientos: en nuestro interior se agolpan y se yuxtaponen evocaciones que se alojan al margen de la importancia que a esos hechos recordados les demos, al margen de la relevancia histórica o personal. Hay cosas que nos dejan indiferentes y que, por razones que ignoramos, persisten en nuestro fuero interno, trozos o restos del pasado que perseveran en nuestro interior.

Pero hay, además, otras cosas que jamás nos han sucedido, historias que nos cuentan, fantasías de hechos no ocurridos en los que nos aventuramos, gestas o laceraciones imaginarias de las que creemos haber sido protagonistas, audacias que nos atribuimos, quimeras o actos inexistentes que, sin embargo, se depositan en nuestra psique, ocupando un lugar, desplazando incluso la reminiscencia de avatares verdaderamente ocurridos.

Es decir, en el ejercicio de la memoria se da la evocación de acontecimientos reales y de los que hemos sido protagonistas o testigos; se da también el recuerdo de episodios menores que, por algún azar asombroso, los retenemos sin que haya circunstancia especial que lo justifique; se da, en fin, la rememoración de hechos no sucedidos, de hechos que no nos han ocurrido, que sólo pertenecen a otros, y que, por alguna suerte de prodigio o de delirio, los tomamos como ciertos, hasta el punto de tener de ellos una imagen vívida, literal.

La memoria no es un atributo menor: es nuestra principal herramienta o virtud. Después de la muerte, lo peor que nos puede acaecer es justamente la pérdida de la memoria, olvidarnos de nosotros mismos, que es la forma de erosionar o eliminar una identidad.

Nuestra vida es un relato o, mejor aún, una sucesión no siempre ordenada ni congruente de relatos en los que nos narramos y nos explicamos, encajamos piezas con un significado. En la existencia corriente es más doloroso perder el significado global de lo poco o mucho que recordamos, el relato que nos da asiento y estabilidad, aunque sea dañino, que olvidar este o aquel hecho.

Es decir, muchas veces preferimos vivir en la mentira, en el sentido engañoso de las cosas pasadas, que afrontar las verdades incoherentes y fragmentarias de nuestro ser. Por eso, en la vida ordinaria lo falaz no suele ser el fardo del que nos desembarazamos; por eso, no nos aprestamos todos e inmediatamente a buscar la verdad.

Deseamos más un relato coherente y estable que una verdad troceada. Más que perseguir lo cierto, entonces y ahora anduvimos y andamos tras lo que hace consistente y duradera la identidad, aquello que da estabilidad y sentido a la biografía.

Podemos vivir en la mentira, podemos crecer, madurar y morir envueltos en recuerdos engañosos, en recuerdos creadores o encubridores, y sin embargo no sentir fastidio, no sentir la doblez de nuestra vida. La idea de sucesión con que pensamos nuestra vida requiere un relato. Eso es lo capital, no lo que recordamos o el número de las cosas que recordamos."

(Extracto del artículo "Las novelas o las vidas")

miércoles, septiembre 13, 2006

Algunas consideraciones de Justo Serna sobre la novela

"La novela ha de ser el relato de una experiencia que nos narran y que, pese a lo que pueda parecer, sí que nos concierne, nos interesa y nos conmueve, un relato que condensa preguntas e incertidumbres humanas, algunas locales o circunstanciales y otras eternas y nunca resueltas, preguntas e incertidumbres que semejantes a las de cada uno, a las de una vasta comunidad de lectores presentes y futuros.

Desde ese punto de vista, los autores operan como moralistas, como psicólogos, como sociólogos, como historiadores; esto es, se manejan con una multitud de conocimientos que les permiten edificar ese mundo de palabras, que les permiten dar consistencia y verosimilitud a algo que no existe. Levantan un mundo posible, un mundo no realizado en el exterior, pero autosuficiente e internamente coherente, con sus materiales bien dispuestos, del que se dicen algunas cosas y otras no, pero en el que los espacios vacíos son o forman parte implícita de esa realidad y con los que se las verán los lectores rellenándolos con su experiencia, con su enciclopedia.

Al leer novelas, avatares narrados, vicisitudes de otros, ampliamos la experiencia y agrandamos nuestra imaginación moral. Reparemos en esto último, en la imaginación moral. La llamo moral a esta capacidad porque nos permite evaluar los actos, discernir lo bueno de lo malo, lo que nos eleva y mejora de lo que nos empeora o daña.

Las novelas son así escuela de virtud e ilustración del vicio, un repertorio de ejemplos entreverados de bondad y maldad. Con ellas podemos frecuentar otras vidas. Pero a esa cualidad lectora la llamo imaginación, no porque sea ficticia, sino porque nos exige un esfuerzo intelectivo: nos obliga a salir de nosotros mismos, nos desfamiliariza, nos produce extrañamiento cognitivo.

Como si de un trance onírico se tratara, nos disponemos a entrar en la existencia de sujetos a los que no conocemos. ¿Para qué? Para comprender e interpretar unas intenciones y unas motivaciones, para averiguar la índole de unos principios y valores que tal vez nos desmientan, que tal vez difieran de los que honramos en nuestra vida personal, en nuestra vida de vigilia.

... tomarse en serio una novela no es rastrear los materiales de que está hecha, no es documentar el referente en el que se inspiró el narrador, sino completar una interpretación, una inspección atenta e incluso un autoanálisis."

(Extracto del artículo "Las novelas o las vidas")

martes, septiembre 12, 2006

Un ensayo de Raymond Carver: Escribir un cuento

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta.

Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving.

También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la UNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”.

Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado.

Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Nabokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas.

Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos.

Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.


En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo.
Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

domingo, septiembre 10, 2006

Un comentario de Mario Vargas Llosa sobre la esencia de la ficción

"La ficción en particular, y la cultura en general, no son nunca gratuitas, tienen siempre unas raíces que se hunden en una problemática social, y éste es uno de los factores que determinan el éxito o el fracaso de los productos artísticos. Aunque una ficción sea inmediatamente reconocida como algo que no es una objetiva representación de la vida, si en ella, de algún modo, a veces muy indirecto y alegórico, el espectador -o lector- no se siente expresado, provocado, retratado, difícilmente se identificaría con sus personajes y sucesos y se dejaría seducir por ella al extremo de vivir sus mentiras como si fueran verdades."

(el nacional)

sábado, septiembre 09, 2006

Una fascinación: la escritura ensayística de Sergio Pitol vista por Antonio Tabucchi

""Cuando escribo algo cercano a la autobiografía, sean crónicas de viajes, textos sobre acontecimientos en que por propia voluntad o puro azar fui testigo, o retratos de amigos, maestros, escritores a quienes he conocido, y, sobre todo, las frecuentes incursiones en el imprevisible magma de la infancia, me queda la sospecha de que mi ángulo de visión nunca ha sido adecuado, que el entorno es anormal, a veces por una merma de realidad, otras por un peso abrumador de detalles, casi siempre intrascendentes, soy entonces consciente de que al tratarme como sujeto o como objeto mi escritura queda infectada por una plaga de imprecisiones, equívocos, desmesuras u omisiones.

Persistentemente me convierto en otro. De esas páginas se desprende una voluntad de visibilidad, un corpúsculo de realidad logrado por efectos plásticos, pero rodeado de neblina. Supongo que se trata de un mecanismo de defensa. Me imagino que produzco esa evasión para apaciguar una fantasía que viene de la infancia: un deseo perdurable de ser invisible. Ese sueño de invisibilidad me acompaña desde que tengo memoria y subsiste hasta ahora; anhelo ser invisible y moverme entre otros seres invisibles". [Sergio Pitol]

Hacer visible la visibilidad más obvia es tarea de los numerosos testimonios autobiográficos que la historia de la literatura nos ha legado. De ellos nos quedan hechos, empresas, vivencias: crónicas. Hacer visible su propia "invisibilidad" es decir, la esencia fantasmática de la que estamos hechos, es un privilegio reservado a pocos escritores."

(el nacional)

martes, septiembre 05, 2006

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, de Juan Bosch

El cuento es un género antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas.

Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.

"Importancia" no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento, porque no hay nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.

Aprender a discernir dónde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la "tekné" de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.

A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudio. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo.

Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.

De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser "hermético" o "figurativo" como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura.

El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.

El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado, sino como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos.

En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil.

Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.

El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose.

El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. "A la deriva", de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.

No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío.

Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kippling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.

La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el "había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase tenía -y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola bastaba para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándola en actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.

Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo "había una vez" o "érase una vez" tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro.

El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kippling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.

Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné" del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.

Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada.

Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.

En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior.

El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.

La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.

Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, "temas para novelas y cuentos" que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.

Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.

Un reflexión sobre el mundo novelesco

"El escritor tiene una responsabilidad, sea solemne o satírica, en realizar una composición que sirva para revelar una verdad. Pero la novela no se lee como un diario: se lee como se escribe, con ánimo libre."

E. L. Doctorow

lunes, septiembre 04, 2006

Una percepción: Ursula K. Le Guin sobre el cambio como elemento esencial en la narrativa

"El conflicto no es más que un tipo de comportamiento. Hay otros igualmente importantes en cualquier vida humana como relacionarse, encontrar, perder, sacrificarse, descubrir, partir y cambiar. El cambio es el aspecto universal de todas estas fuentes de historias. Una historia es algo que se mueve, algo que acontece, alguien o algo que cambia".

Ursula K. Le Guin

sábado, septiembre 02, 2006

Bret Easton Ellis y la identidad del escritor

"La identidad de uno como escritor se basa en los libros, en las cosas sobre las que le interesa escribir. Me gustaría pensar que son los libros los que te definen como escritor y nada más. Hay que mirar el arte, no al artista."

(revista qué leer)

viernes, septiembre 01, 2006

El arte de la ficción

He dedicado 10 años de mi vida a escribir ficción.

Los últimos cinco, en paralelo, los he pasado estudiando, analizando y enseñando cómo se escribe ficción.

Este blog desea hacer un aporte en este sentido a todos los aspirantes a escritores, escritores o simplemente lectores entusiastas que desean saber cómo funcionan los mecanismos de la ficción.

¡Salud por las ficciones!